Diario de León

Antonio Manilla

Secuelas de convivencia

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No resulta demasiado aventurado ensayar una definición del hombre como animal que se congrega: en la caverna, en la iglesia, en los estadios. Necesitamos la reunión casi como el comer, el contacto, el intercambio con los otros para ser nosotros mismos. Nuestro ser es social y nuestra naturaleza, colectiva. Pasar, como hemos pasado, un periodo en el que las reuniones estaban prohibidas, los encuentros perseguidos y la libertad era condicional, algunos consideran que nos ha hecho más fuertes. Estos son los fervientes partidarios del «lo que no mata, engorda», pero a uno le parece que nos ha debilitado psicológicamente y estamos saliendo de la pandemia con miedos nuevos, que no existían antes. Portadores de simulacros recientes, pacientes de eufemismos recién acuñados, pastoreando temores que no eran nuestros. La recatada y temerosa Edad Media celebró el fin de la peste con orgías y nosotros hemos condenado los botellones, me temo que no por precipitados.

En la nueva normalidad, como de parque temático, la asepsia es la norma de conducta que va a presidir el intercambio social. Durante un tiempo, moraremos la tierra atemorizados hasta por nuestra propia sombra, una vida que no se sabe muy bien cuánto merece la pena ser vivida. Yo entiendo tanto a los que se rebelan contra esa «existencia sanitaria» como a los que escuchan a la razón cuando les dice que lo primero es la salud y todo esto pasará. A ratos me apetece salir a la calle a abrazar a la primera desconocida con la que me cruce, a ratos me parece prioritario ponerme doble mascarilla incluso en casa. Supongo que no seré el único.

De siempre hemos dejado que el tabú definiera la normalidad. Lo monstruoso era el límite a partir del cual quedaba definido lo aceptable socialmente: todo lo que estuviera más allá de esa línea delimitaba lo inaceptable y a veces lo penal. Quizá no hubiera otro modo, aunque siempre han existido excepciones a la regla, paraísos inmorales e infiernos en el sótano. Lo que ocurre ahora es que un virus o una enfermedad demasiado larga —no un monstruo— va a dejar secuelas de convivencia, hábitos impostados, costumbres duraderas. Con la espada de Damocles de otras posibles pandemias sobre nuestras cabezas, no va a resultar fácil dejar de realimentar el bucle del miedo, convencernos de que esta crisis era perecedera y expulsar el acobardamiento, la noción de una vida clandestina.

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