Diario de León

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Viniendo de alguien que se tituló en historia del arte, igual resulta un poco raro, pero cada vez me parece más evidente que no son arte las cosas que por lo general se ven en los museos de arte actual. Te sacan de tus casillas, eso es cierto, pero no de tu presente, y esa es para mí la primera condición de cualquier objeto artístico, verbal u objetual: ser capaz de hacerte eludir la realidad de tu vida corriente, transportarte por la vía de la imaginación a un lugar o un tiempo distintos, aunque no siempre sean mejores.

Eso, la belleza lo hacía, mediante la evocación o la imaginación, aunque la estética —esa teología del arte— la haya condenado a las catacumbas. Porque vivimos un tiempo en que no le vayas a hablar a un esteta de belleza, que es lo mismo que si al Papa no le pudieras mentar a Dios. Los popes del arte, en nuestro tiempo, miran las piezas colgadas de las paredes de una exposición y valoran en ellas sobre todo características más propias de la filología o la filosofía: que tengan un discurso, hagan una reflexión o planteen una propuesta, todo cosas que a uno le parecen más específicas del pensamiento que del arte. En fin, que el arte se ha prosificado, pero yo hoy no quería hablar de eso. Valga la introducción como licencia poética y nadie me la tome como exabrupto.

El extravío de las palabras proviene de que uno iba a hablar de cosas que no son lo que parecen. Ya sé que personas hay muchas, demasiadas incluso, que cumplen esa premisa de ocultarse tras una máscara, pero en el reino de los objetos y del arte a eso se le llama trampantojo. Trampas para el ojo. Filetes de verduras, sensación de profundidad y tercera dimensión en un plano pintado, avenidas peatonales por las que circulan coches o cuarentenas de setenta y ocho días. Existen tantas cosas que no son lo que se empeñan en aparentar, que además damos por buenas o, como a menudo se dice ahora, las «compramos» por hostias cuando son ruedas de molino, que uno no sabe si no estaremos construyendo sobre arenas movedizas la sociedad que habitamos y nos habita. Época de apariencias y camellos que pasan por el ojo de una aguja. Por esa inflación de irrealidad comenzó la caída de Roma y se jodió el Perú.

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