Diario de León

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A sus noventa y cinco años, Armando Aguiar dedica ocho horas al día a trenzar cestas de plástico. Armando trabajó como mecánico de Antracitas de Fabero hasta su jubilación y su relación con las máquinas comenzó en la aldea lucense de Diomondi, donde su padre había comprado una majadora para la hierba. En Fabero, su pericia le hizo imprescindible, hasta el punto de que fueron a buscarle a Teruel porque nadie más era capaz de poner en funcionamiento la jaula que se había despeñado en el Pozo Julia.

Noribal Barreira también se crió en el campo, pero en el de Mozambique. Creció en una familia de colonos portugueses que explotaban un arrozal en Limpopo hasta que la independencia les obligó a volver a la metrópoli. De ahí ‘dio el salto’, literalmente porque la frontera con España la marca un arroyo de poco caudal, a las minas de Fabero, donde comenzó a trabajar como ayudante minero y se jubiló de estemplero.

Juan Alegría hace honor a su apellido. Es todo optimismo. Aunque recuerda con nostalgia los años en los que trabajaba como estemplero en el turno de noche de Antracitas de Fabero y con su mujer a punto de dar a luz, sus vecinos estaban al quite por si rompía aguas.

Marie Paul tiene nombre francés porque pertenece a una congregación de monjas de Limoges. Allá por los años sesenta abrieron un colegio en terrenos cedidos por Antracitas de Fabero que con el tiempo se convirtió en residencia femenina y ahora en casa de acogida para mujeres víctimas de violencia de género.

Son algunos rostros que ayudan a contar la otra historia del poblado Diego Pérez; no tanto la de las fechas, las cifras o los datos, como la de las personas que todavía viven en él.

Si el poblado de Albares de la Granja, en Torre del Bierzo, esconde la historia de una ruina, el del Escobio, en Páramo del Sil, cuenta un relato de decadencia, y el de Tremor de Arriba, en Igüeña, uno de resurrección, el poblado Diego Pérez de Fabero es un ejemplo de cómo una barriada minera puede llegar a convertirse en una seña de identidad. Y no lo es por sus piedras o sus tejados. Lo es por las manos de Armando Aguiar, los recuerdos de Noribal Barreira, el buen humor de Juan Alegría, y la vocación de servicio de mujeres como Marie Paul.

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