Diario de León

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A veces, lees por no pensar; sin reparar en que la alternativa tiene el mismo efecto devastador del manguerazo de agua sobre sartenes en llamas, con la encimera a punto de ser la puerta del infierno. A veces, lees por no penar. Libros que hablan maravillas de batallas que nos eran ajenas, hasta que nos descubrieron en la misma trinchera, cuerpo a cuerpo. Libros que recomiendan a las personas que te invitan a leerlos. Los libros también dividen en dos grupos a la gente: a los tontos que los ceden, a los torpes que los devuelven. Lejos de esa postura egoísta y desagradecida de apropiación indebida de la generosidad del prójimo, a veces, los hago rular, y el tesoro prestado cambia de manos hasta que el círculo de amistades, familiar o afectivo lo devuelve a la mesita de cabecera de la que sólo salió para extender conocimiento. El libro implica una acción creativa, alienta perspectiva; por eso cierra la trilogía de la esperanza en la propuesta de vida de plantar, de engendrar. Abres un libro y caen semillas, plantas árboles que luego cuidas como a hijos. A esa sombra, crecerá la certidumbre. La materia prima del libro es el árbol y la capacidad infinita para acaparar miradas; entras en un libro y en otra mente; la de Platón, de Dostoeivski, de Joyce. Salvo la de percepción física y el roce, del choque que busca el sentido de la vista, no hay forma más directa de comunicación; entre un autor milenario, un quinto de Homero, y un alma desconcertada, víctima de las prisas que atenazan a la generación zeta; entre las personas y su destino. El mejor invento fue la escritura que inspiró a la patente de Gutenberg; en ese formato de caja con hechuras de pandora, que deja deslizar la intriga de los dedos y la búsqueda insatisfecha de los ojos. Más libros, más libres, acertó en el clavo aquel lema de la feria buena de abril, que llamaba a asomarse a las casetas repletas de género recién horneado. Quién no iba a ser feliz con la libertad, las flores, los libros y la luna, resolvió Wilde entre las dudas de los que no distinguen lo urgente de lo importante. Los niños que resisten heroicos al acoso de la doctrina oficial, saben que pasado mañana no hay más cosa que celebrar que el día del Libro; de la magia del libro, que puso a Cervantes a cavilar con la pluma y el tintero, convencido de que no había otra forma de imaginar cómo se iba a ver la luz cuando está apagada.

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