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Publicado por
María Jesús Muñiz
León

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A más de uno y de una le va a dar el jamacuco con la costumbre democrática esta de celebrar elecciones y renovar al personal de la cosa pública, aunque sea una vez cada veinte años. Empiezan a sonar los tambores del cambio y, mientras unos compran sogas con que amarrarse a la butaca, otros salen de estampida en busca de una silla libre, antes de que estén todas ocupadas y, como en el popular juego, el que se quede de pie tenga que abandonar el escenario. Algunos incluso, amparándose en el poder que les otorga el partido, ponen el culo entre dos sillas, por si una se les tuerce. Lo curioso del asunto es que para defender permanencias u opositar a nuevo cargo no se esgrimen ni valía ni resultados en la gestión anterior. En la polvareda levantada con las primeras filtraciones sobre la futura lista de Amilivia no ha habido quien admita el ostracismo en que ha transcurrido su mandato, la impopularidad de sus actitudes o negocios personales, la falta de ideas o, mucho menos, los errores. El cargo público se considera un derecho adquirido, una herencia vitalicia. Cómo se explica, si no, la contestación pública a la decisión renovadora del alcalde. Siendo realistas, la explicación es sencilla. Y mucho más humana de lo que la abnegada dedicación al servicio público haría esperar. Por un lado está el encontrarse de sopetón con la realidad personal. Hace algún tiempo un ex personaje público confesaba lo desalentador de ver desaparecer a las «amistades» cuando se abandona el despacho. «Se nota, sobre todo, que el teléfono deja de sonar», decía. Y luego está la no menos cruda realidad de volver a ocuparse de «sus labores», eso cuando el cargo tenía ocupación anterior a la pública (siempre, eso sí, menos lucida y remunerada). Una cosa antes de terminar. ¿Por qué, en esta búsqueda de nuevos aires, le cuesta tanto a Amilivia encontrar mujeres con valía y méritos suficientes para formar parte de su lista? Mire bien. Haberlas, haylas.

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