Diario de León

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Pasado el sofocón electoral, llegó el verano. Los pueblos se desperezan del letargo invernal, se abren las casas y se desempolvan los ajuares. La juventud vuela a las bodegas o se echa a la carretera de fiesta en fiesta. Es el frenesí de la edad. Con los más pequeños cuesta trabajo que levanten la vista de las pantallas. Se inventan las fiestas del veraneante, se multiplican las ferias gastronómicas y se fabrican en serie paellas, parrillas y chorizadas. Este verano se ha hecho viral el cartel de un pueblo de Picos de Europa que describe los malabares que hay que hacer para coger una raya de cobertura en ciertos lugares. 

El modelo urbanita, desentendido del hacer y abrumado con el tener ha triunfado. La felicidad te la venden en una app.  Sin embargo, muchos pueblos están fuera de la aldea global. Y hacen malabares para no desaparecer. Mientras la Diputación se recupera de la resaca electoral del 28-M, afloran oasis de cultura y utopías en muchos rincones de nuestra ruralidad. Es más que un territorio físico impermeable al 5G. Ruralidad es el rescate de la memoria y el refresco de valores que se pueden implantar hasta en el corazón de Madrid. La comunidad por encima de la Comunidad. Ruralidad es parar un instante, contemplar y actuar de un modo que la vida nos pertenezca un poco más. Admiro a esas personas que se afanan en una huerta y a las que  se dejan la piel en transmitir la cultura o rescatar formas de vida del pasado que son aliento para el futuro. Un curso de bioconstrucción en Villamartín de Don Sancho, la recuperación de un molino en Villar del Monte y la ruta guiada por esta joya etnográfica de Cabrera, el Mercau Tsacianiegu de San Miguel de Laciana, las rutas por retablos renacentistas... las danzas de palos en Santa Cristina de Valmadrigal... o las múltiples semanas culturales que cultivan el verano como un huerto de saberes y experiencias. Personas, pueblos y pequeñas comunidades  que navegan contra corriente, aunque con viento favorable, mientras los políticos se acomodan en los sillones. Gente que no pierde el tiempo porque el verano es corto y la niebla se echará pronto encima. Gente corriente que presta su saber y su hacer como vimos ayer en el taller de campanas de Fresno de la Vega. Niños y niñas, jóvenes, no tan jóvenes y mayores disfrutaron los secretos del toque manual de campanas con los campaneros locales Antonio Bodega e Ireneo Castañeda,  junto a la maestría de Joaquín Alonso, el fundador de la afamada escuela de campaneros de Villavante. Ayer dieron un paso adelante en este pueblo de la vega del Esla para que la herencia milenaria del toque manual de campanas sea verdadero Patrimonio Mundial y no sólo un título de la Unesco. Un paso para reconocer que los campanarios fueron el internet de otro tiempo para lanzar los mensajes de la vida diaria y convocar hacenderas y concejos. Un lenguaje de ruralidad y comunidad tan necesario como el 5G.  

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