Diario de León

LA CIUDAD FUNDADA A LA SOMBRA DE UN TAMARINDO

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Si el viajero decide llegar a Santa Clara desde La Habana, unos 340 kilómetros de recorrido y aproximadamente cuatro horas y media de viaje, no olvide que los autobuses de Vía Azul son cómodos. Eso sí, ha de sacar los billetes con antelación –el día antes como mínimo—, previa presentación de su documentación en ventanilla. Además de la contemplación del paisaje, el trayecto puede servir quizá para entender algunas de las claves de la actual realidad cubana: pequeñas masas forestales, grandes extensiones de terreno sin cultivar –el marabú lo invade todo como una plaga—, aunque irán apareciendo tímida y progresivamente naranjos, plátanos, ganadería… Se han pasado así en torno a dos horas cuando el ‘capitán’ de la ‘guagua’ anuncia la llegada a un área de descanso, en un entorno histórico reciente –Playa Girón, Bahía de Cochinos…— o la reserva de aves Ciénaga de Zapata –uno de los más extensos humedales del Caribe insular—, que acumula verdaderos tesoros ornitológicos. Tomar nota, por si acaso, no está nunca de más, que el viaje siempre tiene muchas esquinas. Contarlas es como contar ovejitas. Pero ayuda a suavizar la espera, que está a punto de poner el punto final.

Recorro varias calles de Santa Clara buscando el bus la estación. La primera impresión, que ratificaré después en lo sustancial, es que se trata de una ciudad típica de América Latina, con casas de planta y piso, bajas en definitiva, articuladas en torno a un núcleo, una plaza en este caso, con ejemplos de bien conservada arquitectura colonial del siglo XIX. Después sabré también que estas gentes viven fundamentalmente de la caña, el tabaco y en los últimos tiempos del turismo. Que la ciudad vive una intensa actividad cultural. El Café Literario, por ejemplo, ofrece la posibilidad de asistir a las tertulias que tienen lugar en torno a las cuatro de la tarde y compartir con escritores santaclareños. Y que, sobre todo, el ritmo de vida de la ciudad es distinto al de la capital del país, aquí tranquila y cercana, viva, donde priman las conversaciones de vecindad y el transporte tiene notable dominio de carros tirados por caballos.

El casco histórico está en el centro de la ciudad, con cierta forma ovoide y vertical. A ambos lados crece la ciudad nueva, donde se concentran, entre otras, las referencias al Che, al que ya dedicamos un viaje en otra ocasión. Uno cree humildemente que la veneración por el personaje de la revolución desaparecerá con ella, si es que no ha dejado de tener ya un arraigo generalizado y popular. No es necesario ni conveniente hurgar, simplemente mirar, acaso escuchar. El recuerdo y la gratitud alcanzan más a otros personajes que, a pesar del tiempo, permanecen con mayor vigor en la memoria colectiva. Tal es el caso de Marta Abreu (1845-1909), presente en numerosos espacios, Una calle con su nombre divide el caso histórico en dos mitades imperfectas. Elegimos el recorrido de la zona este, no sin anotar previamente que buena parte de la historia de la ciudad se explica gracias a ella. Marta Abreu de Estévez es «la encarnación sublime de la caridad y el patriotismo». De familia de notable acomodo económico, dedicó muchos esfuerzos y dinero a obras de carácter social y utilidad pública y contribuyó eficazmente a la lucha por la independencia.

Estamos en la fuente «El niño de la bota», una imagen en bronce muy querida, convertida en uno de los símbolos ciudadanos, que inspiró a muchos poetas, entre ellos Fabio Martínez Ramírez. Evidentemente las leyendas se suceden y multiplican. Cuentan que un niño cayó al agua. Cuando salió, con la bota en la mano, chorreaba la bota. De ella sale hoy el agua que mantiene viva la fuente.

Enfrente, el Teatro «La Caridad». Monumento Nacional, joya de la arquitectura neoclásica cubana y emblema de la cultura: muy activo históricamente en distintas áreas –teatro, danza, ballet, conciertos…—, son muchas las figuras de nivel que han pisado su escenario. Costeado y donado a la ciudad por Marta Abreu en 1885 a fin de que parte de sus ingresos fueran destinados a los necesitados. Merece la pena la visita del interior, lleno de sorpresas, una de las cuales, no de menor subrayado, es la adecuación de los espacios al clima.

La capital de la provincia de Villa Clara, ubicada en el centro de la geografía cubana, se recorre con facilidad y rapidez. Pronto estamos en la Fábrica de Tabaco, con unos tres centenares de trabajadores que preparan entre doce y trece mil tabacos diarios, puros para entendernos (hasta treinta y seis variedades) que se exportan fundamentalmente a Europa. Al ladito mismo, una placita, recoleta y hermosa, rodea la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, levantada sobre una ermita ubicada en el lugar en que se fundó la ciudad. No está mal subir a las cubiertas para contemplarla desde lugar privilegiado. A un lateral, el monumento que recuerda el hecho fundacional. Dicen que varios vecinos de Remedios, a escaso medio centenar de kilómetros, con intención de expandir su territorio, se unieron a diversas familias que vivían ya por estos pagos –los nombres se recuerdan en las columnas— y decidieron fundar una ciudad, la que visitamos, a la sombra de un árbol. «En este sitio –leemos en una cartela lateral— oyeron su primera misa los fundadores de Villaclara el 15 de julio de 1689…». No sé cómo ni por qué, pero apareció por allí el Cronista Oficial de la Ciudad, que me ofreció amable y abundante información sobre el capital hecho histórico recordado. «El árbol es un tamarindo. Un tamarindo acogió también bajo su sombra a los fundadores». Agradezco tanta amabilidad y sabiduría, pero el espacio no da más de sí. El viajero se permite imaginar aquel momento, envuelto en la palabra dulce y pausada del cronista

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