Diario de León

LA FLOR DEL SOL

Cuando llegó de América en el siglo XV, asombró a los europeos por su tamaño y aspecto. Cuando Van Dyck pintó su famosísismo cuadro acababa de ser nombrado pintor de cámara de Carlos I de Inglaterra. En lo más alto de su carrera, el artista flamenco eligió retratarse junto a un girasol, aquella flor exótica y descomunal que procedía del Nuevo Mundo

CHRISTIAN BRUNA

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León

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En 1633 la planta llevaba en Europa menos de un siglo, pero era lo suficientemente conocida —y apreciada— como para figurar de manera destacada en el autorretrato de un famoso pintor. Anton van Dyck pintó el cuadro cuando acababa de ser nombrado pintor de cámara del rey Carlos I de Inglaterra. En lo más alto de su carrera el artista flamenco eligió retratarse junto a un girasol, aquella flor exótica y descomunal que procedía del Nuevo Mundo.

El lenguaje de las flores se había dado prisa en otorgar nuevos simbolismos a las plantas americanas y el girasol era no sólo una de las más espectaculares sino también una de las que más enjundia alegórica ofrecía.

Y todo debido al fototropismo. El mismo nombre que hoy damos al Helianthus annuus (del griego helios, sol, y anthos, flor, sumados a su condición de planta anual) viene de la célebre propiedad que esta planta tiene para orientarse hacia el sol. Lo que poca gente sabe es que cuando esta planta vino de América en el siglo XVI ya existía en castellano la palabra girasol. Entonces se usaba para denominar otra flor con la misma característica, el heliotropo, y en realidad existen muchísimas otras plantas capaces de mover sus hojas y brotes en dirección al sol.

El heliotropismo es un tipo de fototropismo, una respuesta frente a un estímulo luminoso que en el caso que nos ocupa sería nuestra estrella más cercana o más bien, quitándole todo el romanticismo al asunto, la luz azul. Quizá un poco más decepcionante aún resulta saber que los girasoles no giran tanto como podríamos creer. Lo que obedientemente sigue al sol durante el día son sus brotes y flores inmaduras: una vez que la flor crece se queda inmóvil orientada hacia el este, recibiendo luz por la tarde. Por eso cuando vemos un campo de girasoles florecidos parecen un ejército esperando revista, porque todos detuvieron su movimiento en la misma dirección.

Pese a que el girasol maduro no sea verdaderamente heliotrópico, el trajín que se traen sus brotes jóvenes fue lo suficientemente llamativo como para que los primeros científicos que lo estudiaron lo destacaran. El médico y botánico toledano Juan Fragoso (1530-1597) escribió hace 450 años que «tiene esta yerva una maravillosa propiedad entre otras, y es que al salir del Sol se buelve hazia el, con lo alto de su tronco, como quien le haze reverencia, y quando ya ha bien salido se endereza y se queda asi hasta la tarde que se va a poner, y entonces se buelve hazia la otra parte, que no parece sino que se despide» (sic).

Este rasgo fue el que se aprovechó para imbuir al girasol de significados como la fidelidad, la devoción, la adhesión monárquica o la búsqueda del conocimiento, y por esa razón Van Dyck se retrató señalando esta flor, como prueba de lealtad a su real mecenas. Además de para adornar jardines y demostrar amistades, la ‘hierba del Sol’ también servía para otros menesteres. A finales del siglo XVI lo que urgía acerca de la flora de Indias era catalogarla y sobre todo descubrir sus posibles aplicaciones prácticas, ya fueran como medicamento o alimento.

Ésa fue precisamente la misión de la primera expedición científica en América, comandada por el naturalista Francisco Hernández de Toledo (1515-1587) y enviada por Felipe II para estudiar los usos medicinales de los productos de la Nueva España. Hernández estuvo seis años recopilando datos para su ‘Materia Médica Mexicana’, pero murió antes de ver el trabajo publicado.

En 1615 se publicó en México una traducción —el original estaba escrito en latín— en la que podemos leer las conclusiones del médico español sobre el girasol o ‘chimalacatl del Perú’, cuya simiente comían los indígenas y servía para ablandar el pecho, mitigar el calor y «provocar mucho los apetitos venéreos». Según él las hojas tiernas se podían asar en parrillas aderezándolas con sal y aceite, resultando «buenas para comer y suaves al gusto».

Juan Fragoso, paisano y amigo personal de Hernández, describió en 1572 sus experimentos con las plantas americanas en el libro ‘Discursos de las cosas aromáticas, arboles y frutales, y de otras muchas medicinas simples que se traen de la India Oriental y sirven al uso de la medicina’. En esta obra señaló el famoso heliotropismo girasolero y también los variados usos culinarios que ofrecía nuestra planta protagonista, que en su opinión era una hortaliza hecha y derecha. «Gustandola no sabe mal, y assi se puede comer la hoja estregando con un paño el vello que tiene y si queremos hazerla ensalada juntamos muchas hojas y rebolbiendolas en la mano se van cortando con un cuchillo y se aderezan con azeyte, sal y especias echadas en un cazo y coziendo a fuego manso, y assi saben muy bien. Y aun el fruto quando esta tierno, quitandole aquellos pelos que tiene, como las alcarchofas es mucho mas sabroso que ningun cardo» (sic).

El girasol se domesticó hace unos 5.000 años en la zona comprendida entre el sureste de Estados Unidos y el norte de México. Entre el sinfín de plantas que sorprendieron a los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo estaba el chimalacatl (caña escudo) o chimalxóchitl (flor escudo), un extraño vegetal que el lexicógrafo extremeño Fray Alonso de Molina definió en 1571 como «cierta yerva grande y redonda».

Su nombre procedía de su parecido con los escudos circulares de los guerreros (en náhuatl, chimalli), vínculo que los aztecas habían reforzado usando la flor de girasol como ofrenda tradicional de paz a los visitantes. También se utilizaba como tinte, medicina y alimento, pero en lo que se fijaron los españoles fue en la gran altura que alcanzaba la planta —de hasta 2 metros— y en la vistosidad de sus flores, tan grandes, redondas y amarillas como el sol. Después se percataron de que además sus brotes jóvenes seguían de día el movimiento del astro solar y la llamaron «girasol», «mirasol» y «tornasol», aunque inicialmente recibió otras denominaciones como flor del sol, sol de Indias, corona real, giganta o copa de Júpiter.

Se trajo enseguida a España como planta ornamental despertando la inmediata curiosidad de médicos y botánicos como Nicolás Monardes, quien en 1574 escribió que hacía varios años que en Sevilla conocían la «yerva del sol», «extraña en grandeza, que la he visto de dos lanzas en alto, y porque echa la mayor flor y más particular que jamás se ha visto».

Las flores jóvenes de girasol se comieron igual que las alcachofas —cocidas o asadas— durante dos siglos, hasta que nuevas variedades cultivadas en el este de Europa permitieron extraer el aceite de sus pipas.

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