Diario de León

Pintor de la luz en tiempos sombríos

l César Suárez publica una biografía novelada de Sorolla

Autorretrato de Sorolla pintado en 1904

Autorretrato de Sorolla pintado en 1904

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antonio paniagua

Sorolla fue profeta en su tierra y más allá de las fronteras de su país. Trabajador infatigable, tuvo una existencia novelesca: conoció Londres, Berlín, el París de la ‘belle époque’, de Proust, del Moulin Rouge y Colette, el Nueva York de los primeros puentes y rascacielos y el Madrid de las tertulias y zarzuelas. Aunque pintó a Unamuno, Baroja y Machado, tuvo sus más y sus menos con los miembros de la Generación del 98. En ese choque entre la España negra y la blanca,

Unamuno y Baroja se quejaron de su «facilidad para la pintura», como si fuera un demérito tener ese don. Su visión vitalista y luminosa del paisaje desagradaba al sombrío Unamuno, en consonancia con el dramatismo y la crudeza de Zuloaga, otro grande del arte. «Mantuvo una relación tirante con los del 98. Baroja le lanzó también varias puyas en sus memorias, con esa gracia ácida que gastaba. La postura de Sorolla fue no meterse mucho en fregados, solía escapar de los círculos intelectuales y de ese tipo de debates», asegura César Suárez (Madrid, 1975) autor de Cómo cambiar tu vida con Sorolla (Lumen), una biografía novelada del genio valenciano.

Para él posaron escritores, intelectuales, científicos y artistas como Galdós, Juan Ramón Jiménez, Emilia Pardo Bazán, María Guerrero, Gregorio Marañón, Santiago Ramón y Cajal, además de políticos como Emilio Castelar o el presidente de Estados Unidos William Howard Taft. Sobra decir que era un artista cotizado y un trabajador incansable, casi estajanovista.

«Eso le acabó pasando factura. A partir de 1915, comenta en una carta que sufre un fuerte dolor en la nuca y una cierta parálisis, síntomas que parecían augurar el ictus que acabaría con su vida».

Retratista de la atmósfera

Pese a que le encantaba pintar al aire libre y atrapar el movimiento, desde el reflejo del agua a la reverberación de la luz en el mar, incluso algo tan inaprensible como la atmósfera, le disgustaba que le afiliasen al impresionismo. «En muchos aspectos coincide con el impresionismo. Pero no le agradaban la bohemia, el desorden, el hacer las cosas por inspiración. Él era un tipo muy laborioso que se levantaba temprano y que no podía estar bebiendo absenta hasta altas horas de la madrugada.

Rechazaba invitaciones, banquetes, pompas y honores porque le parecía una pérdida de tiempo. Lo que él quería era pintar y pintar», señala Suárez. Sorolla tocó la gloria cuando participó en la Exposición Universal de París de 1900, un acontecimiento que supuso su consagración internacional. Pero el verdadero éxito, crematístico y de público, ocurrió en los Estados Unidos. Un triunfo comparable al que disfrutaron los impresionistas franceses allí gracias a la aparición de un nuevo y jugoso mercado del arte. Cuando nueve años después viajó al país para colgar sus obras en los salones de la Hispanic Society de Nueva York, regresó con la bolsa repleta de dinero. «Volvió con 180.000 dólares de la época, que equivalen a cinco millones de euros de ahora. Fue un hombre riquísimo. Eso y el contrato para la Hispanic Society que firmó con Archer Huntington, que le encargó una serie de pinturas históricas de España y Portugal, le permitieron comprar los terrenos donde construyó el palacete del Paseo del Obelisco de Madrid, donde hoy se encuentra la casa-museo que su viuda legó al Estado».

Amor inquebrantable

Clotilde García del Castillo fue mucho más que la esposa de Sorolla. Su historia es la de un amor inquebrantable y una adoración mutua. Clotilde fue su musa, modelo, albacea, gestora y piedra angular sobre la que forjó su carrera. Hija del pintor y fotógrafo Antonio García Peris, intercambió con Sorolla miles de cartas y guardó celosamente los testimonios de su vida en común. Sin Clotilde, a la que su marido llamaba «mi ministro de Hacienda», hoy el mundo desconocería quién fue el artista.

«Además de su sostén emocional, porque Sorolla era un tipo muy vehemente que se dejaba arrebatar por la ansiedad, Clotilde fue su cabeza, su corazón y su carne. Ella le llevaba los asuntos económicos y le organizaba las exposiciones y catálogos, porque Sorolla se despistaba a menudo con las fechas. Cuando no lo hacía, las cosas no le iban tan bien a Sorolla», dice el biógrafo del pintor. A los 57 años sufrió un ictus que le dejó medio cuerpo paralizado e incapacitado para trabajar, lo que para un artista tan prolífico supuso un trauma y una muerte en vida. Murió en 1923 con 60 años. Se fue un gigante del arte, un hombre apasionado y un creador que supo rentabilizar su genio.

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