Diario de León

Rabanal anuncia su adiós a la poesía

El escritor leonés publica ‘Que llueva siempre’, un doloroso poemario con tintes de despedida

El poeta leonés afincado en Asturias Luis Miguel Rabanal

El poeta leonés afincado en Asturias Luis Miguel Rabanal

León

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Podría decirse que es la historia de una renuncia. El poeta leonés Luis Miguel Rabanal describe su agotamiento vital en Que llueva siempre, un libro que anuncia como su despedida. El escritor hace un repaso al largo invierno de su vida, la dura historia de un «personaje que tose desde su silla ensangrentada», en un confinamiento que dura ya más de 22 años. El poemario, donde declara que «ahora es el tiempo de merecer, sin más ni más, la muerte...», cierra además la trilogía Postrimerías, de la que forman parte Los poemas de Horacio E. Cluck y Matar el tiempo.

Sin embargo, el autor admite que dispone de «material inédito de sobra para ir publicando unos cuantos años más, pero ya no me parece tan oportuno como una vez me lo pareció». Lo cierto es que los escritores no se jubilan nunca y jamás dejan de serlo, incluso después de muertos.

Rabanal padece la misma fiebre correctora que es ‘pandemia’ entre la clase literaria leonesa. «Me gusta escribir, corregir y volver a reescribir», dice. Las circunstancias vitales, que le mantienen ‘atado’ a una cama, le llevan a desear que, quizá, «va siendo hora de pensar en morir tranquilamente». La aparición de este nuevo libro, publicado por Huerga y Fierro, ha sufrido los retrasos derivados del estado de alarma, pero ahora ya está en las librerías.

Pese a que Rabanal abraza la muerte como una deseada amante —una constante que recorre toda su producción literaria—, también el humor es un convidado que perturba, de forma muy intencionada, la soledad del protagonista, para desdramatizar ese final inevitable y su impaciencia por un encuentro que se retrasa.

‘Que llueva siempre’ cierra la trilogía formada por ‘Los poemas de Horacio E. Cluck’ y ‘Matar el tiempo’

Que llueva siempre es un repaso al paraíso que es la infancia y la memoria de ese tiempo idealizado. El paraíso se llama Ollier, el Riello natal del escritor, afincado desde hace años en Avilés. Y hay cierta pretensión de poner en orden la biografía de cómo esos sentimientos felices se trastocaron en sueños rotos, porque el destino o la vida misma siempre tiene escrito un guion distinto al que pensamos.

Rabanal vuelve a hacer un ejercicio de catarsis. La catarsis no es un objetivo, sino una consecuencia. El autor de Matar el tiempo confiesa: «La muerte en mi poesía, sobremanera en la escrita en la recta final de los 90 y en años posteriores, asoma de una manera bastante habitual. En mi vida privada lo normal es que no me lleve mal con ella precisamente, convivimos su cercanía ella y yo como dos buenos camaradas; y en la madrugada, cuando despierto y me aburro más de la cuenta, compartimos cinco o seis secretos».

El libro se convierte para el lector en un cómplice que induce a la reflexión. Como ha dicho Joan Margarit: «La verdad que encierra un poema siempre tiene un punto de cruel. La verdad es necesaria, es deslumbrante, pero a la vez hace daño». No es Rabanal un escritor que pase de puntillas por los temas. Directo, sencillo, humilde, trascendente, con un punto tierno, algunas dosis de ironía y una sinceridad que puede resultar brutal, el autor ha despojado los textos de cualquier artificio innecesario para ir a la esencia de las cosas.

Hasta la propia vida se puede comprimir en una frase sin dejar fuera nada fundamental. Tal vez porque en el espíritu de las palabras y en la materia de los silencios está la creación de la realidad. Palabras que van más allá de sus propios límites expresivos. Ahí reside, en buena parte, el atractivo de Que llueva siempre, donde los poemas nos conmueven sin entenderlos del todo. Porque la poesía es el mejor camino «hacia un saber sobre el alma» del que habla María Zambrano, hacia esa vida anterior, interior u oculta.

Los poemas de Rabanal leídos en voz alta son una suerte de sinfonía liberadora. Textos que se desencadenan de viejos grilletes. Porque, muy al contrario de lo que pensaba Sartre, el infierno no son los otros, sino uno mismo. La poesía, decía Benedetti, es «un altillo de almas», un «tragaluz para la utopía» y «un drenaje de la vida que enseña a no temer a la muerte»

Consciente de que solo las palabras pueden recomponer ese concepto abstracto y escurridizo que llamamos tiempo, el poeta palestino Mahmud Darwix se propuso hasta su muerte «restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo». Las circunstancia son diferentes para Rabanal y Darwix, pero al final, para ambos, su único modo de no volverse invisibles es encontrar las palabras que cuenten su drama. Como defiende la polémica Angélica Liddell, Premio Leteo, «la escritura es una venganza. Es mi manicomio y mi cárcel».

El poeta de Riello ha dividido el libro en tres partes: Despojos de la vida alegre, Todavía es memoria y Los sueños raros. Una avalancha de dolor. Como dijo Gelman: «Ahí está la poesía, de pie frente a la muerte».

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