Diario de León
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León

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En la nueva edición de la Semana Internacional de la Trucha que se disputó en León, colaboré como controlador de capturas. Me colgaron a la espalda un tubo cortado por la mitad con una escala métrica pegada en su interior, donde se introduce la trucha para medirla, y acompañe al participante. Tengo que admitir que siempre me gustó más la pesca culinaria que la deportiva, la pesca de esperar a la sombra de un humero si se hunde la boya que la pesca remontando un río al mismo tiempo que se ejecutan innumerables lances. Se puede decir que siempre he observado este deporte como la gran mayoría de aquellos que no lo han practicado: un pasar horas y horas moviendo el señuelo sin apenas moverse del sitio, para irse muchos días a casa sin una sola picada. Sin ánimo de faltar a su respeto, vistos desde la orilla, provocan las mismas emociones que las figuras de pescadores que aparecen sobre una hoja de aluminio adornando el portal de belén, y sin tan siquiera tener la gracia del cagón.

Como tres horas dan para mucho, traté de indagar en lo que estos deportistas pueden sentir. Observé con más interés y comprendí el extraordinario reto en el que aquel hombre se encontraba. Lanzaba el señuelo sobre el punto exacto, sin perder un momento la concentración. Con una mano lo acompañaba desplazando la caña, con la otra acariciaba el sedal, tensando o aflojando en un alarde de pericia y, al mismo tiempo, mantenía el equilibrio subido a cantos resbaladizos y con la corriente del río tratando de derribarlo. Recuerdo incluso un momento en el que se vio metido en una poza mientras, para llevar donde quería la mosca artificial, permanecía en una postura tan forzada como la de quienes se ganan la vida como estatuas vivientes. En aquel instante picó una trucha y, al igual que la estatua rompe su mimetismo para ofrecer su agradecimiento al ruido de una propina, el pescador la extrajo con la sacadera, la destrabó, acercó el rejón y la metió dentro, mientras conservaba el equilibrio. Yo hubiera necesitado dos manos para manipular el pez, una tercera para sostener el rejón y alguien sujetándome por la espalda para que no me fuera de cabeza a la poza. A aquellos que se pregunten dónde dejó la caña, les contestaré que ni tenía más de dos manos ni un pie prensil como el de un orangután. Como en un reflejó automático, la había trabado entre los dientes y eso es algo que tampoco podría haber hecho yo, porque cuando uno se cae al río se necesita cerrar la boca para no ahogarse. Por otro lado, está la prueba del vadeador. Nunca podré olvidar la primera vez que me puse uno y me sumergí con él hasta la cintura. La Junta de Castilla y León me exigió un servicio de pesca eléctrica, de esos que sirven para estudiar la evolución de las poblaciones piscícolas con fines científicos y de gestión. Son trabajos que se realizan con frecuencia, en los que después de extraer los peces, se les toma la medida y se devuelven a su medio causándoles el mínimo daño posible. A lo que íbamos, la primera vez que caminas dentro del río con un vadeador no se olvida, porque el agua aprieta el neopreno contra las piernas y cada movimiento se hace más y más pesado. Por mi propia experiencia y porque el pescador caminaba contra corriente, no me sorprendió ver su cara roja, los labios apretados y el borde de la boca hinchada por ese soplido contenido que se exhala cuando nos esforzamos cerca de nuestro propio límite.

Habrían transcurrido cerca de dos horas cuando debió observarme un tanto ensimismado (cavilaba en cómo redactar lo que estáis leyendo) y, entonces, me espetó: «debe ser aburrido estar ahí quieto si no te gusta la pesca». Todo aquel esfuerzo y no habíamos recorrido más de seiscientos metros aguas arriba. Supongo que los pescadores también son muy conscientes de que, para quienes nunca lo han practicado, su deporte puede parecer aburrido y sin otro mérito que un poco de paciencia mientras se espera, bien fresquitos, dentro del agua. En la pesca no se pueden superar marcas mundiales, como las de los cien metros lisos, porque cada año las condiciones son distintas, y, pese al esfuerzo, apenas te mueves y no se ven nuevos paisajes y puertos de montaña que coronar como en una carrera ciclista, pero si no es un deporte olímpico, tal vez sea porque la mayoría ni lo comprendemos ni sabemos apreciarlo.

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