Diario de León

Diario de un confinado | Día 59

Caballero templario

bici.

bici.

Ponferrada

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He vuelto a coger la bicicleta. A la caída de la tarde, cuando la luz se vuelve difusa, la he sacado de casa y he rodado con calma hacia el extrarradio de la ciudad.

Mi bici no está hecha para correr. Tiene las ruedas anchas y un manillar enorme, pero muy cómodo, que recuerda a la cornamenta de un toro Longhorn. Y voy tan a gusto.

Circulé sobre el Puente del Centenario y eché de menos la oportunidad de hacer una parada en la cafetería de la Fábrica de Luz. Aún no es el momento de reabrir la hostelería con seguridad. Así que giré en la glorieta, al otro lado del río, y enfilé la larga recta de la avenida de la Libertad. Cuando me di cuenta, hipnotizado por el pedaleo, ya me encontraba a la altura del otro museo que más me gusta de Ponferrada; el que guarda en una lonja las viejas damas de hierro de la MSP, las locomotoras de vapor que tiraban del tren correo y de los convoyes de mineral entre Laciana y el Bierzo. La memoria de nuestro pasado industrial, el relato de tantos esfuerzos, está a salvo en esos dos museos que resumen el siglo del carbón.

Volví a girar y me planté ante la glorieta del caballero templario, una estatua que luce bien a los pies del Hotel del Temple. Evité el parque, a esas horas más concurrido de paseantes que por lo general respetaban la ‘distancia social’, y avancé en paralelo a las vías. Después dejé atrás el instituto Europa y la residencia de Flores del Sil. Allí me adelantó otro ciclista más rápido que se alejó enseguida.

El sol declinaba. Si escribiera versos más a menudo les diría que una luz cenicienta descendía sobre las fachadas de las casas (vaya, lo he escrito) cuando me detuve en un cruce solitario en la periferia de Ponferrada. Allí se mudaron, en los años del esplendor del carbón (que llenaba de carbonilla la ciudad) y de las obras de Endesa, emigrantes andaluces que todavía celebran su propia Feria de Abril, habitantes de los pueblos del Bierzo, portugueses, gallegos, asturianos, atraídos todos por la oportunidad de prosperar que ofrecía la Ciudad del Dólar.

Aquel cruce tenía un aire decadente. O quizá fuera la luz crepuscular. O la nostalgia de no ver gente por la calle. En algún momento abrirán las terrazas, pensé, y asomará otra vez la vida. ¿Pero qué sabor tendrá una caña o un café, a dos metros de distancia? Tomé entonces una fotografía de la bicicleta (la repetí después delante de la glorieta del templario, que dice más de lo que nos gustaría ser en el Bierzo). Saludé a una señora que se aburría en la ventana. Y volví a pedalear camino de casa. En la otra punta de la ciudad.

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