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L. DE LA MATA

Ponferrada

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Me siento como un topo que sale a la luz. Recorro la ciudad en coche, camino del supermercado, y las mesas ocupadas en las terrazas de los bares, y la gente que pasea por las calles, solos, en pareja, o en grupos reducidos, casi todos con mascarillas eso sí y respetando las distancias, transmiten una engañosa sensación de normalidad.

Me siento como un cautivo que sale de la cárcel. Aparco en el exterior del espacio comercial. Me lavo las manos con el gel hidroalcohólico que me ofrece el establecimiento y empujo un carrito por los pasillos amplios y menos transitados que la última vez, con la lista de la compra en una fotografía del teléfono móvil. Uso mascarilla, claro.

Y tengo la impresión de haber vuelto de un viaje muy largo. De haber llegado de un lugar desconocido. De pisar por primera vez en mucho tiempo mi ciudad; Ponferrada ha salido del confinamiento mas estricto y algo ha cambiado.

La cajera me ayuda con la compra. Pago con tarjeta de crédito. El contacless se ha desactivado y tengo que teclear el número. «Eso son los geles, que a veces se llevan la carga magnética», me dice la empleada, protegida por un panel transparente, unos guantes y una mascarilla.

Lleno el maletero del coche, estacionado frente a una residencia que semanas atrás sufrió los efectos del coronavirus. ‘Resistir (con erre) abuelos’, anima un cartel en uno de los balcones del edificio residencial más próximo. El paisaje después de una batalla.

Me siento al volante. Ya he tirado los guantes a una papelera. He hecho una compra muy grande. Y me siento como un prisionero que ve la luz. Sin duda exagero. Tampoco es para tanto.

Arranco el motor. Suena bien después de casi dos semanas estacionado desde la última compra. Y pienso en los topos, sí, en los escondidos en sus casas. En todos aquellos que no huyeron después de la guerra, pero se ocultaron en sus pueblos, en sus pisos, por temor a las represalias. Y vivieron así durante años. Esos sí que tenían que estar hartos.

Y otra vez me acuerdo de una historia tremenda. La de aquel miliciano de Villalibre -el nombre del pueblo parece de nuevo una paradoja- escondido en la bodega de su casa y enterrado en un arcón por su familia, en el mismo sótano donde se ocultaba, cuando murió de neumonía, posiblemente durante el segundo invierno de la guerra. Claudio Macías, se llamaba. Y su hermano adolescente, asesinado en la curva de entrada al pueblo porque se negó a delatarle, Arsenio. Y su hermana, soltera, callada, que vendía fruta en el mercado de Ponferrada y vivió durante cuarenta años en la misma casa sin contárselo a nadie, Manuela.

Comienzo a conducir. «Esto tiene que respirar», me decían en la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica hace seis años, cuando por fin se hizo pública la historia trágica de la familia Macías. Y mientras salgo de Ponferrada y tomo la Autovía del Noroeste me pregunto si todas estas historias de claustrofobias que me vienen a la cabeza no serán más que un mecanismo psicológico para quitarle hierro a sesenta y cinco días de confinamiento.

Aparco el coche. Le bajo la compra a mi madre. Se ha hecho tarde y refresca en el pueblo. Pero todavía no me atrevo a darle un abrazo.

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