Diario de León
MCSORLEY’S BAR/ JOHN SL

MCSORLEY’S BAR/ JOHN SL

Ponferrada

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Anoche soñé que entraba en la taberna de McSorley, donde el tiempo tiene otro valor. En 1940, cuando el periodista Joseph Mitchell escribió de ese lugar fabuloso, la taberna más antigua de Nueva York, todavía iluminaban la barra con dos lámparas de gas que temblaban cada vez que alguien abría la puerta y proyectaban la sombra de los clientes sobre la pared del fondo. Como un viejo cinematógrafo.

Anoche soñé que entraba allí, en el local de techo bajo y serrín en el suelo, abierto en 1854 en el número 15 de la Calle Siete, en lo que todavía llaman la Pequeña Ucrania de Manhattan.

Soñé que cruzaba el umbral y observaba los tres relojes de la pared, cada uno con una hora diferente, los retratos de los presidentes asesinados, los cuadros de barcos de vapor antiguos, recortes de prensa, alguno tan viejo como para hablar de la batalla de Waterloo, fotos de caballos de carreras y un grabado de la Hermandad Revolucionaria Irlandesa.

Soñé que el viejo John McSorley, que debió de emigrar a Nueva York durante la Gran Hambruna, me servía cerveza en una jarra de peltre. Era él, no me cabe la menor duda. Y yo miraba a la pared tapizada de imágenes, herraduras de la suerte. Y una estrella de mar.

Entonces sonó el teléfono. El timbre del inalámbrico en el otro cuarto me sacó del sueño. Y para cuando descolgué, somnoliento, ya había saltado el contestador y una voz de lija me dejaba un mensaje en un lenguaje ininteligible. Lo escuché dos, tres veces, hasta que me di cuenta de que hablaba en gaélico.

Temblé.

En mi mesita reposaba la novela que se me ha atragantado durante el confinamiento,  El crimen del Estrella del Mar , y de nuevo les hablo de esa historia de inmigrantes irlandeses que cruzan el Atlántico en un barco ataúd para no morir de hambre.

Temblé, claro que temblé. Pero eso no fue nada cuando usé una de las aplicaciones de mi  smartphone  para traducir el mensaje y leí en la pantalla: «Te espero en el desván».

Pensé que el viejo McSorley me llamaba. Que era él quien ha estado paseando sobre mi cabeza cada vez que he intentado leer el primer párrafo de la novela. Y como los valientes son aquellos que tienen miedo decidí salir de dudas. Mañana tendré una historia que contar para despedirme de este diario y cerrar el círculo que abrí hace veintitrés días, pensé.

Así que cogí la llave. Salí a la entreplanta protegido con una mascarilla, y en lugar de bajar al sótano para recuperar un teléfono perdido, como les conté hace veintitrés días, subí las escaleras en busca de un fantasma.

En el desván no había nadie. Ningún espectro. Ningún alma errante. Pero al otro lado de la puerta de mi trastero se oía una melodía muy tenue. Metí la llave en la cerradura. Y en medio del cuarto vacío (¿quién se ha llevado todos los trastos?) descubrí mi antiguo Nokia, aquel modelo que tiré hace un montón de años. Pero en lugar de la canción de U2 que me avisaba de las llamadas sonaba Camarón, con versos de Lorca en la boca.  El sueño va sobre el tiempo, flotando como un velero.

Como un velero...

Entonces descolgué. Y no me quedó más remedio que preguntar «¿quién es?», como si no supiera que al otro lado del inalámbrico me iba a responder yo mismo.

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