Diario de León
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nacho abad
León

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H acia 1942, en su estudio de la rue des Grands-Augustins, en París, Pablo Picasso descubrió entre algunos de los objetos que allí guardaba (en realidad, un montón de chatarra y desechos hacinados) que el sillín y el manillar de una antigua bicicleta de carretera formaban, al ensamblarlos, la cabeza de un toro. El artista, como él comentaría más adelante, no hizo más que soldar el manillar a modo de astas sobre la parte más ancha del sillín, que hace las veces de cráneo. El sentido de la obra radica en que el espectador ve a la vez los objetos reales y la forma del animal. Si no, la pieza, no tendría mayor interés. Pero ¿por qué, de entre todas esculturas que se podían realizar con ese montón de chatarra Picasso eligió un toro? ¿Acaso no vio otras posibilidades y las rechazó, le parecieron menos interesantes? ¿Por qué esa fascinación en mostrar a los espectadores que detrás de objetos cotidianos hay arte, no sólo arte, está propio catálogo iconográfico de Pablo Picasso?

Eclipsado estos primeros días de otoño con la lectura de un libro tan divertido como fascinante, Fred Cabeza de Vaca (Sexto Piso, 2017), he pensado en la fórmula primera de estas cuestiones, qué es el arte, qué es un artista. Porque hasta no hace mucho podía suponer que, a modo de Duchamp, un artista era alguien que en un determinado momento señalaba la rueda de una bicicleta y decía, «he ahí una obra de arte», mientras que ahora ya no estoy tan seguro. ¿Por qué Duchamp y Picasso ante objetos similares dan respuesas tan distintas? Y más aún, ¿no había otras posibilidades igual de geniales que han sido olvidadas, perdidas en la mala memoria de la Historia del Arte?

Vicente Luis Mora ha escrito una novela rigurosa y cerebral. Fred es un machista, un misógino, un ególatra, un cínico, y a la vez es una persona a la que el lector llega a querer, con quien llegas a intimar. Fred Cabeza de Vaca bien podría leerse como el negativo literario de Pablo Picasso. Así, mientras el segundo se comportaba como un minotauro acomodado en su propio laberinto, el primero tiene algo de pionero, de explorador, como ese tocayo suyo que siglos atrás se embarcó en algunas peligrosas aventuras para hacer que los mapas de nuestro mundo fueran más anchos.

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