Diario de León

Entrevista

«Un escritor es una luz en la noche»

El escritor leonés Julio Llamazares. RAMIRO

El escritor leonés Julio Llamazares. RAMIRO

León

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Julio Llamazares se refugia en su casa de León para acabar su nueva novela, Vagalume, una historia sobre la pasión de escribir, sobre su vida, por tanto, en una carrera contra la muerte que inició apenas cumplidos los 24 años con La lentitud de los bueyes, una poemario en el que inauguró una nueva era literaria en la que la huella del territorio se tiñe con la pátina de la memoria y la pérdida. «Yo vengo de una raza de pastores que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos», decía en ese poema que se ha convertido en la piedra filosofal de las letras leonesas.

—¿Ya sabes cómo acaba?

—Aún no. Mira, yo he escrito muy pocas novelas, seis en mi vida. Esta es una novela sobre la pasión de escribir, sobre por qué hay gente que dedicamos la vida a algo que para la mayoría de la gente o es absurdo o no tiene ningún sentido. Es una reflexión sobre eso. En el fondo, en todas mis novelas intento contestar a una reflexión, que en este caso es muy personal porque yo he dedicado mi vida a escribir.

—¿Y has descubierto por qué lo has hecho?

—El otro día paseaba y vi una luz en la galería de Gamoneda y pensé: Ahí hay un escritor, porque sé que ahí vive Antonio. Yo muchas veces lo pienso, que soy una luz encendida en la noche para mi hijo, una luz mientras él duerme, mientras vuelve y se marcha de nuevo.

—¿Cómo se titulará?

—Vagalume, luciérnaga en gallego y en portugués. Significa luz que vaga y es el apodo del protagonista, un periodista y escritor.

—¿Vale la pena?

—¿El qué?

—Dedicar la vida a esta pasión, a escribir.

—Por supuesto. Si volviera a vivir y pudiera, haría lo mismo. He sido un privilegiado porque he podido dedicarme a lo que me apasiona y, además, vivir de ello, algo que muy poca gente logra. Por eso, cuando escucho a los escritores lo duro que es enfrentarse a la página en blanco...

—Es muy duro...

—Sí, pero más duro es la página en negro de la mina o la azul de los pescadores en Terranova. Quiero decir que si pudiera repetiría mi vida porque mi privilegio es hacer lo que me gusta, vivir de los que me gusta y no tener ni jefes ni empleados. Levantarme y acostarme a la hora que quiero.

—¿Escribes por la noche?

—De noche y de día. Antes, sólo por la noche, pero un hijo te cambia la vida.. tienes que darle el desayuno, llevarle al colegio... en fin, pero sigo escribiendo fundamentalmente por la noche. La gente tiene una idea muy confundida de lo que es escribir. No es algo que haces y luego paras para seguir de nuevo más tarde. Escribir es soñar despierto. Conseguir aislarte y concentrarte es lo que más trabajo lleva. Una novela es otra realidad, otra vida y para volver a esa otra vida tienes que aislarte, y no es fácil. Por eso ahora estoy en León, solo y escribiendo.

—¿Te pesa la soledad?

—No, a mí me encanta la soledad. Siempre recuerdo a Pessoa, que decía: Escribir es mi manera de estar solo. De hecho, en esta novela, en la que un escritor reflexiona sobre su condición, hablo sobre ello. El protagonista dice en un momento de la historia que hay gente que piensa que escribe para huir de la soledad y otros que saben que escriben para estar solo, para conseguir la soledad. Yo siempre he sido muy solitario.

—En tu obra hay siempre un poso de memoria, pérdida y tristeza...

—Las novelas son purgas del corazón. Y como te purgas, eso te permite... Sí, yo creo que hay algo de eso, que toda esa parte amarga y tóxica y apesadumbrada la vuelcas en los libros y luego puedes llevar una vida más relajada.

—¿Se puede ser escritor sin un componente importante de melancolía?

—A ver, escribir al final es un oficio. Recuerdo a una persona que me preguntó si cuando escribía Distintas formas de mirar el agua sentía todo el rato las emociones de la novela. Pues no, estás en una vida normal y luego vuelves a eso, a lo que esté escribiendo. Pero la literatura, como yo la concibo, es una lucha contra el paso del tiempo y en ese sentido hay una melancolía, Lo que haces al escribir es salvar cosas del paso del tiempo para que no se lo lleve el río del olvido ¿Sabes? Escribir es luchar contra el tiempo, pero eso pasa con escribir, con hacer fotos, con enamorarse.... Cuando la fotografía era importante, se hacían fotos en momentos de felicidad, como una reunión familiar. Eso es lo que intentas cuando escribes: parar el tiempo o recuperarlo.

—En ‘Las lágrimas de San Lorenzo’, el padre moribundo le dice a su hijo que nos pasamos la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo.

—Exacto. Al final, la vida es una lucha contra el tiempo y cuando escribes, lo que haces es intentar pararlo.

—¿El tiempo nos va comiendo hasta que nos arrasa?.

—Es que el tiempo es lo verdaderamente importante y en literatura, la base. Escribes porque el tiempo pasa y mientras escribes tienes la impresión de que estás parando el tiempo. Por eso en mi obra hay mucha melancolía, porque estás hablando de las pérdidas, Arden las pérdidas, como diría Gamoneda.

—Tu obra no puede entenderse sin el viaje. ¿La buena literatura siempre es un viaje?

—La literatura en estado puro es viaje. De hecho, todos los libros fundacionales de todas las literaturas nacionales son libros de viajes: La Odisea, la Auracalia, el Exodo de la Biblia, Marco Polo, la Epopeya de Gigamesh... todo son libros de viajes, incluso algunos que no lo parecen, como El Quijote o la Iliada...

—O Pedro Páramo

—Sí. Todo es un viaje y el viaje es la metáfora más aproximada al escritor porque no hay ninguna diferencia entre la persona que va por un camino y de vez en cuando se para a contar lo que le ha pasado y el escritor.

—Aparte de en ‘El río del olvido’, ¿En qué obra tuya está más presente el viaje y que lo importante no es el destino?

—Al final, la vida es como el juego de la Oca, un juego hermético, un trasunto del Camino de Santiago, en el que llegas a tu destino y tienes que comenzar de nuevo... una metáfora de la vida. Lo importante en la vida no es llegar al final sino lo que te ocurre por el camino. De hecho, cuando acabas un viaje te entra mucha melancolía. En Las Rosas del Sur, el final es una frase que leí en la librería del aeropuerto de Ibiza: Los viajes, como los libros, se empiezan con ilusión y se acaban con melancolía.

—¿En qué obra está más presente esa idea? Es como ‘Las uvas de la ira’, el viaje a la tierra prometida que, en realidad es el viaje hacia la nada...

—Es que la vida es el viaje hacia la nada, lo que pasa es que lo hacemos con entusiasmo porque si no sería imposible. Salvo que seas creyente, la vida es un viaje hacia la nada, lo que no quiere decir que en el trayecto intentes ser feliz. Al final, el argumento de la vida es la búsqueda de la felicidad. Es lo que hacemos todos.

—’La lluvia amarilla’ es un clásico de la literatura y fue como una profecía porque las cosas están hoy mucho peor que cuando la escribiste.

—Una novela es como una foto de un instante de tu vida, una radiografía de tu alma. No se puede analizar descontextualizándola. Pasa como con el revisionismo de la historia. No puedes analizar los hechos de hace 50 años con la mirada de ahora. Cuando hice la Lluvia amarilla... a ver yo sólo he escrito los libros que me pide el alma. Es algo que tengo dentro y quiero sacar, ese es otro privilegio. Ahora sigo pensando lo mismo ante la visión de la ruina de un pueblo abandonado, pero tengo otro bagaje diferente. Cuando la escribí, esto de la España vacía no existía, bueno, existía pero nadie hacía ni puto caso.

—Pero el fenómeno ha empeorado y va a empeorar aún más.

—Desde luego. Cuando me dedicaba a recorrer pueblos abandonados nadie prestaba atención a la despoblación. De hecho, cuando escribí Luna de lobos nadie hablaba de eso. Luna de lobos fue un pequeño boom en una época en la que ser joven en el mundo editorial no era nada bueno.

—Al contrario que ahora.

—Exacto. Entonces, tenías que tener canas y yo tenía 29 años. Luna de lobos vendió 100.000 ejemplares en un año y el editor, Mario Lacruz, estaba esperando la siguiente. Cuando le terminé le escribí para advertirle de que no había tiros, ni acción, ni nada. Yo pensé que el monólogo de un campesino de Huesca la noche que se muere en un pueblo abandonado no vendería nada. Recuerda que estábamos en la postmovida. De hecho, no tuvo ni una crítica en los periódicos nacionales. Luego, para mi sorpresa, fue el libro más vendido, el más traducido y me acuerdo que Mario Lacruz me confesó que él pensaba lo mismo que yo, que no íbamos a vender más de 500 ejemplares.

—¿Cuando acabas un libro sabes que tienes algo importante entre manos?

—Escribir consiste, y por eso lleva tanto trabajo, en manipular el lenguaje, en buscar el adjetivo que nunca se te ocurre a la primera... Las palabras son como las piedras preciosas, hay que tallarlas para que sean más bellas y tengan más brillo y por eso lleva tanto tiempo escribir porque si no en tres días escribes una novela. El objetivo al escribir es que haya la menor distancia posible entre lo que tú sientes y lo que plasmas en el papel. A veces es imposible. Mira, en Trasosmontes, escribo una cita de Miguel Torga, el escritor portugués, que dice: Llego a la casa familiar y me quedo horas y horas contemplando el fuego porque sé que las palabras no están a la altura de mis sentimientos.

—Es que somos limitados y nuestro léxico, más.

—¡Claro! Por eso si en una novela te das cuenta de que has sido capaz de reducir esa distancia, te sentirás más satisfecho.

—¿Con qué libro te ha pasado?

—No lo sé. Recuerdo un artículo de Muñoz Molina sobre el escritor que acaba un libro después de años de trabajo y sale a la calle, da un paseo y siente esa mezcla de alivio y melancolía porque abandona una historia que le ha llevado tres años de su vida... Es como cuando te separas de alguien.

—¿Un libro lo dejas o lo acabas?

—Hay muchas teorías respecto a eso: un libro te deja, un libro lo dejas tú, un libro se acaba... De eso también hablo en esta novela. Decía Cortázar que cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido. Eso pasa con las relaciones y con los libros. Es uno de los momentos más difíciles, saber cuando algo se acaba.

—En ‘Luna de lobos’ haces un ejercicio que a día de hoy es muy novedoso, muy vanguardista.

—Yo siempre he pensado que la vida no es una película de buenos y malos. Hay buenos y malos en cada uno de nosotros. Influyen además las circunstancias. Luna de lobos está basado en personajes que existieron realmente, de huidos de la zona del Curueño, el Torío y en concreto del pueblo de mis padres, La Mata de la Búrbula. Allí hubo tres hermanos y dos primos que formaron un grupo con más gente. Yo recuerdo preguntarle a mi padre cómo era Casimiro Arias, el líder del grupo. Me decía que en la escuela era timidísimo, no hablaba por no molestar... pero estalla una guerra, estos eran mineros y se echaron al monte y no volvieron. A mí lo que me interesaba no era hacer una análisis ni político ni histórico. Como te decía antes, cada novela es una respuesta a una pregunta y en este caso buscaba la respuesta a qué haría yo en estas circunstancias, porque a cualquiera nos puede pasar. Estamos aquí sentados y piensas que no eres capaz de matar a nadie, pero si de repente te ves en las circunstancias... Yo quería hacer una reflexión sobre el origen de la violencia, el instinto de supervivencia y recuperar la magia de la narración oral, de las historias que me contaban cuando era niño. Los escuchaba como si fueran cuentos porque bajaban la voz y era algo prohibido. Todo escritor en su primera novela intenta recuperar los cuentos con los que le dormían de niño.

—¿Qué te parece el revisionismo de la historia?

—El problema es la ignorancia. Yo ayer leía un reportaje sobre un estudio realizado por una asociación de exiliados españoles entre chicos de 15 a 30 años sobre la República y la guerra. Se te ponen los pelos de punta porque no saben nada y esa gente vota igual que tú. Es tal la ignorancia que, aparte de concluir que la educación es un fracaso, hay que destacar que en ese caldo es donde brotan caldos como Vox. Y es peligroso, no solo lo que pasa en España sino en toda Europa. Hay que conocer la historia para no repetirla, pero aquí, por miedo a revolver, se ha cerrado en falso. Hay gente que no sabe que hace 35 años en León había pueblos sin carreteras y sin luz y dicen que entonces se vivía mejor. A mayor desarrollo económico, mayor ignorancia, menos interés por lo verdaderamente importante.

—¿Cómo ves León desde la distancia?

—Disecado.

—¿Cómo?

—Sí, no tienes más que ver los bares y los cafés. Están igual que cuando yo me fui y trabajan los mismos camareros (se ríe). Los leoneses son muy tradicionalistas. Cuando vienes, la sensación es de que no corre el aire. Quitando algunas excepciones... todo es igual que cuando estaba aquí con 20 años. Los jóvenes se van, se han ido... pues ¿Qué quieres? Es una ciudad anclada en el pasado. Ha habido una hemorragia demográfica... quedan pensionistas, policías, guardias civiles, funcionarios a punto de jubilarse. Pues eso explica que haya cinco mil papones marcando el paso en septiembre.

—Eso se nota hasta en la manera que tenemos de expresarnos...

—Sí. Tú aquí preguntas a cualquiera qué tal y la respuesta siempre es la misma: Pues aquí, aguantando. Y el adjetivo principal que usa la gente en León es terrible. Aquí todo es terrible: hace un calor terrible, hace un frío terrible. ¿Qué tal en Boñar? Había una cantidad de gente terrible. El lenguaje es una muestra de lo que somos. Y al que no se resigna es al que critican.

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