Diario de León
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nacho abad
León

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Cuando al final de mi turno, el director de recursos humanos me pidió que fuera a su despacho, recordé que a pocas horas de avión había un bosque enorme donde se encontraba, según se decía, un árbol más antiguo que la propia humanidad. Entonces entendí que la mejor manera de derrotar al fracaso de mi despido era convertirlo en una liberación, en una escapatoria. Me senté a la mesa de aquel despacho y escuché las buenas palabras con las que me echaban de su empresa, de mi familia. Cogí el cheque y fui a mi apartamento para hacer el equipaje. Ese día vi algo insólito en el metro: entre una muchedumbre de gesto inexpresivo alguien estaba sonriendo. Un rostro familiar. Tardé algunos segundos en reconocer que era en realidad mi propio reflejo en la ventana del vagón. Era feliz. Estaba siendo feliz.

Cogí un avión. A las dos horas llegué a la isla. En el aeropuerto anunciaban excursiones, guías profesionales, rutas organizadas, pero preferí alquilar un coche e ir por mi cuenta. La señora de la oficina de alquiler de coches me advirtió: «El bosque es en su mayor parte impracticable y dentro es fácil perderse. No es buena idea ir solo». No le hice caso. Tomé la única carretera que entraba en el bosque, que era una pista estrecha y mal asfaltada. De la copa de los árboles descendía una niebla pesada y densa como el vapor de mercurio. No había casi visibilidad. Noté un golpe, un impacto y vi por el retrovisor que había dejado a un animal malherido sobre el asfalto. Bajé del coche y vi que se trataba de un mapache, pero antes de llegar a él, se levantó y huyó. Me adentré en el bosque y traté de encontrarle, pero a los pocos metros los arbustos y la maleza se espesaban tanto que ya no pude seguir avanzado. Al tratar de dar la vuelta, pisé en falso y una pendiente se abrió bajo mis pies y rodé durante varios segundos hasta estrellarme contra un árbol. En su corteza dejé la piel de mis brazos y de mi espalda. Casi no podía ponerme en pie. Me levanté y volví a caer. Entonces vi que sobre mí había un cuerpo ahorcado de una rama. Era un hombre de mi edad. Al principio creí que había muerto con un gesto de asco, pero no, lo hizo sonriendo. Una sonrisa idéntica a la de mi reflejo en el vagón. Parecía que estuviera conteniendo un orgasmo.

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