Diario de León
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Llegados los meses de verano, los leoneses se ponían en movimiento en dirección al Paseo de Papalaguinda, semillero de posibilidades donde reinaba una tranquilidad casi hogareña. Las viejas verdades del corazón afloraban en este espacio ideal para seducir o dejarse seducir. El término de «Papalaguinda» hace alusión a las ilusiones de caramelo que encandilaban a los jóvenes y no tan jóvenes de uno y otro sexo. Allá a comienzos del siglo XX, dos poetas con la categoría del republicano José Estrañí y Augusto López Villabrille, el célebre Clotaldo , se enzarzaron en una disputa rimada a propósito del nombre que debería llevar semejante feria de las vanidades.

Mientras que el primero opinaba que un título apropiado sería el de Paseo de Papalapera, debido a las cursilerías que se oían en el lugar, Clotaldo sentenció que el nombre ideal era Paseo de Papalaguinda, inspirado en una cancioncilla infantil que entonaban las niñas al saltar a la comba:

Mi mamá me dio una guinda,

mi papá me la quitó,

y me puse más colorada

que la guinda que me dio.

El pueblo, siempre sabio y soberano, tomó partido en tan divertida contienda, considerando vencedor a Clotaldo. Y así quedó bautizado el antes conocido como Paseo del Calvario, así llamado pues a comienzos del siglo XIX se alzaba, a lo largo de su polvoriento trayecto, una galería de cruces de piedra que era provechada por los frailes del convento de San Francisco para celebrar un solemne Vía-Crucis en tiempo de Cuaresma. Por no se sabe qué razones, a finales de dicha centuria se desmantelaron las lúgubres cruces y sus piedras fueron aprovechadas para hacer distintas obras y reparaciones en la Plaza Mayor.

El León de hace cien años era una ciudad pequeña en la que existían dos clases sociales bien diferenciadas, señoritos y artesanos, separadas por una barrera de prejuicios que se ponía de manifiesto en los lujosos atardeceres vividos en Papalaguinda. Había paseo los jueves, domingos y días festivos veraniegos en este escenario adornado con frondosas arboledas de tilos, castaños de indias y rosaledas. Antes de que comenzase el festejo, pasaba el carro del Ayuntamiento con una cuba que humedecía el piso y mataba el molesto polvo. Y entonces, una vez solventados todos los protocolos, se ponía en marcha una noria de caminantes, pero cada uno por su lado. Los cachorros del dinero paseaban por la zona interior, mientras que los obreros y aprendices se congregaban junto al eterno Bernesga. Allí estaba el todo León, aunque guardándose las debidas distancias. Ello no impedía que los padres con chiquillas en edad de merecer tuvieran que espantar, aunque fuese con la mirada, a la legión de admiradores que perseguían a la niña.

Las muchachas en flor solían aceptar con gusto los requiebros y piropos, intercambiando sonrisas realmente incendiarias, además de alguna cartita de amor que resultaba suficiente para acelerar los pulsos del destinatario. Picantes niñeras y modistillas eran acosadas por los soldados, mientras que ardientes viudas, barnizadas con los llamados «afeites de la impostura», rezaban para que el señorito calavera se fijase en sus marchitas prendas. Un puzle suficientemente diabólico como para que los rumores y cotilleos se disparasen en torno al templete de música ocupado los jueves por la Banda del Hospicio y los domingos por la Banda del Regimiento de Burgos. Por todo ello, el Paseo de Papalaguinda nos sigue hablando, ahora y siempre, del paso del tiempo y de la historia leonesa.

Al calor de la brutal Guerra Civil de 1936, por poner un ejemplo, comenzaron a aparecer por este espacio de recreo y esparcimiento unos mocetones guapos y rubios que venían desde Alemania para apoyar a los sublevados del bando franquista. Surgieron naturalmente nuevos amoríos capaces de inspirar coplillas que aún resuenan en unos jardines trazados para mostrarse y festejar:

Hoy te he visto,

muchachita linda,

pasear con un nazi

por Papalaguinda.

JAVIER TOMÉ

leonalsol@diariodeleon.es

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