Diario de León

La dura y desigual lucha contra el feísmo

Cada vez son más los ciudadanos que desean huir de las monstruosidades arquitectónicas y demandan hogares que, con mayor o menor fortuna, sean acordes con la tradición y el estilo propio de las variadas comarcas leonesas

A. BREA

A. BREA

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EMILIO GANCEDO | texto
León

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Es una conversación que se repite cada vez que un grupo de leoneses pasa el puertu para acá o para allá del Cordal. «Da gusto cómo tienen los pueblos en Asturias» o «aquí sí que cuidan lo suyo» están entre las expresiones más repetidas cuando se viaja o se regresa, no ya de Asturias, sino también de Cantabria, de Galicia -menos- y ya incluso cuando se viene desde Castilla, donde cada vez se ven más ejemplos de respeto por la construcción tradicional. En todas estas regiones fronteras con León, la adecuada gestión del urbanismo ha dado beneficios en prácticamente todos los ámbitos. Sin embargo, aquí está entre las -aún, muchas- asignaturas pendientes que tan sólo se pueden recuperar con la imprescindible ayuda e implicación de todos: ciudadanos, políticos y técnicos. Otro número anterior de Revista (3 de abril del 2005) se había dedicado, en general, al «feísmo» leonés: la falta de sensibilidad, de cuidado, de respeto por ese «todo» formado por el medio ambiente y la cultura popular, y que incluye, entre otras cosas, el mantenimiento de una línea arquitectónica adecuada con el estilo tradicional de cada zona y la subsistencia de unos usos agrícolas y ganaderos sostenibles (= tradicionales...). Lo contrario a todo esto es la falta de planificación, el caos urbanístico, las escombreras tiradas en cualquier parte, la proliferación de chalés y viviendas que no guardan relación alguna con el entorno, el abandono total o el desaprovechamiento de amplias hectáreas de cultivos, bosques y terrenos... todo ello es algo a lo que, desgraciadamente, estamos más que acostumbrados en las comarcas leonesas. No obstante, cada vez son más los ciudadanos que buscan conscientemente huir de ese tan extendido feísmo arquitectónico del que hablamos en La ruta de la uralita y demandan hogares cuyos materiales, estructuras y colores o, cuanto menos, formas, respondan a tipologías autóctonas leonesas. El problema, según los arquitectos consultados, no es tanto la demanda como la oferta: los materiales tradicionales, por paradójico que resulte, son hoy más caros, son más un bien «de lujo». Es como la buena cocina casera, antes omnipresente, ahora objeto perseguido y altamente «remunerado». Todo hace indicar que si la demanda en este tipo de viviendas aumenta, también lo hará la oferta, abaratándose finalmente los costes. Es la única manera de romper el «círculo vicioso» del que suele hablar el arquitecto José Luis García Grinda, autor de aquella monumental Arquitectura popular leonesa en dos tomos, encargo de la Diputación en los años ochenta. Cuando alguien quiere rehabilitar bien una vivienda, «no encuentra quién se lo haga porque no hay buenos profesionales que se dediquen a estos oficios, y los pocos que hay cobran por ello cantidades desmesuradas. Y por qué no hay profesionales de este tipo, pues porque poca gente demanda este tipo de construcciones o restauraciones». «En cambio -continúa- si conseguimos que la casa tradicional sea motivo de orgullo para su propietario y se vea como un símbolo de prestigio, entonces mucha gente deseará tener una o rehabilitar la suya». Pero no es sólo la rehabilitación de antiguas viviendas la solución al problema del feísmo. En la actualidad, muchos constructores y arquitectos están optando -o estudiando- otra opción, la de la elevación de viviendas con materiales modernos pero que, cuanto menos, mantengan las formas, colores y estética de los edificios tradicionales. Annie Brea Lecart, arquitecto técnico afincada en León desde hace cuatro años, asegura que la construcción con materiales tradicionales (piedra, madera o adobe), es, hoy por hoy, «más cara que la que emplea hormigón y ladrillo». Eso sí, también se puede hacer «una estructura convencional», por un lado, y una «piel» por otro, siguiendo unas «pautas tradicionales». Por ejemplo, una cubrición de adobes o barro o «un aplacado de piedra», según informa. «No necesariamente hay que ceñirse a lo tradicional en todo; se puede compaginar las dos cosas, lo viejo y lo nuevo», dice. Ahora, eso sí, «se tienen que cumplir las normativas actuales, que cada vez son más precisas, como en el tema de los aislamientos». «Además, las cosas han cambiado mucho. Podemos querer una casa leonesa pero no las ventanas tan pequeñas que tenían antes. Ahora la gente demanda mucha luz, además de comodidad y materiales fáciles de limpiar». Preguntada por el caso concreto de León en relación con otras tierras que tienen en más alto concepto su tradición, como es el caso de Cataluña, Annie Brea reflexiona que aquí, muchas veces, «no se le da valor al pueblo», mientras que en otros lugares «se le tiene más cariño a la tierra». «A la gente se le llena la boca -asegura- afirmando que son leoneses, pero luego eso no se ve reflejado en ámbitos como éste de la arquitectura tradicional». A este respecto, la aparejadora recuerda el prestigioso premio que el Principado otorga todos los años al pueblo asturiano «más guapo», estableciéndose verdaderas competiciones entre los concejos y aldeas por embellecer sus calles, llenar de flores sus balcones y encalar sus muros. «Eso es algo genial que podría trasplantarse aquí», opina. Las normativas El quid de la cuestión parece estar en las normativas urbanísticas municipales. Son éstas las que regulan y fijan, las que permiten o deniegan unas u otras actuaciones. «Hay una normativa general -nos explica- que es la de la comunidad autónoma, donde se incluyen directrices muy básicas y bastante lógicas, como el ancho que deben tener las aceras, etc. Pero después cada ayuntamiento ha de ir desarrollando la suya propia». «En estos momentos, muchos municipios están elaborando las suyas, que también se van a tener que ir actualizando con el paso del tiempo». Por eso, son realmente los ayuntamientos los que, con arreglo a esas normas, tienen la capacidad de vigilar el estilo arquitectónico y «poner coto» a los desmanes. Lo que no tiene sentido es, a su juicio, un «chalet alpino» en la montaña de los Argüellos, totalmente fuera de contexto, una casa «de granito gallego» en las riberas leonesas o en el Bierzo central, donde abunda el barro y la piedra sin escuadrar, o una casa de ladrillo en Luna, «¡con la piedra tan bonita que tienen allí!». «Un ejemplo del caos, del anarquismo total, es San Andrés del Rabanedo -asegura-. Es lógico que antes de la redacción de sus normas urbanísticas se hicieran cosas como por ejemplo aceras estrechísimas donde no cabe un carrito de bebé, pero no tiene sentido que eso se siga haciendo ahora». En torno a este tema, muchos arquitectos sospechan que el hecho de que se continúen levantando edificios que rompen totalmente con el medio, teniendo las normas urbanísticas ya aprobadas, es una cuestión de los propios alcaldes o grupos políticos, que en ocasiones otorgan licencias de acuerdo con otro tipo de criterios, no especialmente relacionados con el necesario respeto al entorno. Valdría como ejemplo lo que se está haciendo actualmente en el casco viejo leonés y en el de otras ciudades: aquí, siempre que se pueda, se ha de conservar la fachada y cualquier nueva construcción ha de seguir unas pautas concretas en formas, alturas y huecos; lo cual no quiere decir que se limite la creatividad ni la comodidad, son edificios nuevos, con todos los adelantos técnicos, pero que conservan la identidad del entorno. Y he aquí donde se pueden ver, perfectamente, los beneficios que esta manera de proceder lleva consigo: se otorga utilidad a unos barrios que hasta hace poco estaban teñidos de cierta marginalidad, constituyen un atractivo «escaparate» ante los visitantes, que se llevan una imagen clara y diferenciada de la ciudad; y sus locales y pisos son muy válidos para instalar en ellos establecimientos hosteleros o de otro tipo que actúan de revulsivo económico para la zona y aún para toda la población. Lo que se ha hecho en estos cascos históricos bien podría hacerse en los pueblos (por lo menos, en los centros de los pueblos, dejando las afueras para chalés, naves o construcciones más modernas), o, como defienden con ahínco etnógrafos y arquitectos como García Grinda o Concha Casado, en algunos pueblos, por lo menos uno en cada comarca leonesa, que actúen a la manera de «pueblos-guía» para que las demás poblaciones del contorno constaten lo positivo de esa apuesta por lo auténtico. Brea Lecart recuerda que barrios enteros como el de San Mamés fueron erigidos en la época del desarrollismo, cuando no había nada parecido a las normativas de las que hemos hablado, y contrapuso ese amontonamiento de edificios a polígonos nuevos como el de Eras de Renueva, donde, dentro de la modernidad, sí se ha seguido una línea concreta. Así, esta profesional cree que la solución pasa por una amplia concienciación popular y un amor creciente por lo propio, unido a una aplicación rigurosa de las normas por parte de los municipios. Igual que en otras regiones se gusta de ver y de vivir en una quintana típica asturiana, encalada y con el hórreo en medio; o en una casona cántabra, con sus gruesos muros cortafuegos y su solana; en un caserío vasco o una aislada masía catalana (y no necesariamente en zonas turísticas, cuántas veces yendo a la aventura se topa uno con una preciosa aldea alejada de todas las rutas); pues igualmente parece que quiere pasar aquí con las casas campesinas tanto de la montaña, de piedra rubia, caliza o rosada con su corredor de madera; de la tierra llana y riberas, mimetizada con el paisaje, con su portón carretal y su disposición en torno a su patio porticado; maragatas; o del Bierzo y todo el Occidente, bellísimas casas de patín con techo de pizarra, dinteles de madera y piedra sin escuadrar. Y eso no implica necesariamente el tener que disponer de unas casas antiguas, tradicionales, para ser rehabilitadas (casi siempre con un alto coste), sino que pueden ser elevadas, con materiales y técnicas modernas, pero con la misma forma y estilo que las de antaño. Parece que, en muchas ocasiones, hemos heredado un cierto auto-odio a todo lo que significa el pueblo, la cultura y la casa tradicional, probablemente asociadas por mucha gente al duro trabajo, a la falta de instrucción y aún a la emigración forzada. Por eso, en algunos casos, el que hacía algo de fortuna y regresaba, lo que hacía precisamente era tirar su casa y levantar una nueva, bien grande y bien distinta a las demás, para que se notara ese cambio de posición y hacer ver que se tenía dinero. «Es un tema de educación y de cultura», resume Brea. En otros lugares La corriente que bucea en los estilos edificatorios tradicionales para recrearlos y adaptarlos a la modernidad es bien estudiada en las escuelas de Arquitectura, y depende de cada región concreta. Uno de los efectos de la industrialización, precisamente en las zonas en las que más arraigó (País Vasco, Cataluña, Asturias y Santander, Valencia...), fue la reacción de sus elites burguesas, económicas y culturales frente a lo que sentían como pérdida de sus tradiciones a causa de la llegada de trabajadores procedentes de otras regiones, con un fuerte afán proteccionista a todos los niveles, desde la lengua a la cultura popular pasando por la gastronomía o la música. Y, por supuesto, la arquitectura. Otros factores, como la adopción de modas europeas o el crecimiento del regionalismo político, también influyeron. Durante esa época, el santanderino Leonardo Rucabado fue el arquitecto que se inspiró en la vivienda tradicional cántabra para resucitar y modernizar, intentando no perder un ápice de su carácter, la casona montañesa; mientras que arquitectos como Smith, Guimón, Garamendi o Amann hicieron lo propio con el caserío vasco. Aníbal González propuso un estilo colorista sacado del barroco, el plateresco y el mudejarismo para Andalucía, y en Cataluña y Valencia, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, explotaba el neogoticismo de una nutrida y brillante generación de profesionales. Los gustos de esa nueva burguesía y aristocracia, grupos sociales equivalentes hoy a la omnipresente clase media, desembocan en los intentos actuales (algunos muy positivos, otros no tan afortunados) de la población de muchas otras comunidades autónomas por elevar una arquitectura propia que reafirme los valores y tradiciones de su región, y que constituya un enlace entrañable entre el pasado y el presente. El mismo o mayor potencial tiene el diverso y arcaico León: un viaje a través de sus comarcas supone entrar en una especie de «máquina del tiempo» arquitectónica que permite pasar de la casa de techo o de teito cubierta de centeno a la casa de origen medieval montañesa sin olvidar las cabreiresas, las bercianas y las casas-quinta riberanas. Y al igual que en Asturias o Galicia la gente se construye hogares en los que no faltan, en el caso astur trasmontano, el hórreo (muchos se elevan con un puro sentido simbólico, ya no guardan maíz ni otros granos); o la lareira en el gallego, ¿por qué no reinstaurar el llar leonés en nuestras casas de campo modernas? ¿O el hórriu , el de techo redondeado, o por ejemplo aquel otro que recibe el nombre de «leonés», el de la montaña oriental, a dos aguas; con una finalidad estética, ornamental (y que siempre puede volver a desempeñar su función primordial)? Es, claramente, un juego entre la oferta y la demanda. Otros opinan que en esto tienen mucho que ver las modas, así como las diferentes (y cambiantes) formas de entender el «prestigio». Pero lo que también está claro es que los ciudadanos leoneses, igual que está ocurriendo en otros ámbitos (patrimonio, identidad, desarrollo sostenible, parajes culturales), se asombran de los buenos resultados (sociales, medioambientales, no sólo económicos) que un exquisito cuidado de la arquitectura y el paisajismo puede ofrecer. Además, estos ciudadanos cada vez más deploran las atrocidades causadas contra el paisaje, dándose cuenta -crecientemente- de los vertederos y escombreras que aparecen incluso hasta en espacios protegidos, de los lugares de gran valor devastados o descuidados, de las caóticas aglomeraciones de chalés y de la casi ininterrumpida sucesión de chamizos, uralitas, enmarañados cables de la luz o tapias semiderruidas al lado de inconclusas (y a veces erróneas) repoblaciones forestales, y, ya ampliando mucho, una gestión agraria basada en el regadío masivo, extensivo, poco acorde con la tradición leonesa: ganadera y diversificada. La lucha parece dura y desigual, pero el objetivo está claro: buscar nuestro propio camino, nuestro propio estilo, el estilo leonés.

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