Diario de León

los autores de la masacre

el fanatismo religioso radical de Diecinueve hombres—quince secuestradores y cuatro pilotos-—, una determinación de acero y la obsesión de dar la vida por unos ideales hicieron tambalear al mundo aquel fatídico 11 de septiembre del 2001

Vivienda en la que fue localizado Bin Laden en Pakistán.

Vivienda en la que fue localizado Bin Laden en Pakistán.

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León

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No habían nacido para ser soldados ni había rasgos en su personalidad joven que delataran que algún día se convertirían en los fríos ejecutores del atentado terrorista más espectacular de todos los tiempos.

El piloto del primer avión que se estrelló contra las Torres Gemelas aquella soleada mañana de septiembre, Mohamed Atta, procedía de una ambiciosa familia de clase media egipcia no especialmente religiosa en cuyo seno había llevado una vida de chico protegido hasta que se trasladó a Hamburgo —la ciudad donde se incubó el 11-S— para licenciarse en Arquitectura. El piloto del segundo avión, Marwan al-Shehhi, era un tipo amigable y despreocupado natural de los Emiratos Árabes Unidos. Se había incorporado en el Ejército de aquel país guiado por las generosas ayudas —unos 1.400 euros al mes— que proporcionaba el Gobierno a jóvenes brillantes como él.

Este rodaje le facilitó el salto a la ciudad alemana donde conocería a Atta, el líder natural del grupo. Hani Hanjour, el saudí que incrustó el aparato de American Airlines en el Pentágono, había estado yendo y viniendo a Estados Unidos durante los noventa. Desde su base en Arizona aprovechó sus estancias para tomar lecciones de vuelo en diferentes escuelas. Según uno de sus instructores, se trataba de un joven inteligente y muy formal, «una bella persona pero un piloto terrible». Tras múltiples intentos, Hanjour obtuvo la preciada licencia pero nadie le dio trabajo en EE.UU. ni en Oriente Próximo.

En cuanto a Ziad Jarrah, quien llevaba los mandos del vuelo 93 de United que se estrelló en Pensilvania cuando intentaba alcanzar su objetivo en la capital federal, ha sido descrito como un muchacho atractivo, hijo único de una familia de clase media en Beirut. Otro hogar atípico para los estándares musulmanes donde los hombres solían beber whisky y las mujeres vestían a menudo faldas cortas o se bañaban en bikini. Mientras cursaba estudios universitarios en Alemania, Jarrah conoció a Aysel Sengün, la hija de una familia de inmigrantes turcos de valores conservadores. Poco después de casarse, el hombre tomó como hábito esfumarse durante largos periodos, a veces sin mediar explicación, dejando a su esposa confundida y desesperada.

Sus desapariciones, como los cambios que operaron en las vidas de resto de los futuros secuestradores, eran una huella inconfundible de su profundo encuentro con el islamismo radical y la yihad, entendida no como la lucha de cada individuo por su propia alma —el sentir mayoritario—, sino yihad como ‘obligación’ de luchar contra los no creyentes y los corruptores de los creyentes, en la línea acuñada por los movimientos radicales islámicos.

Los diecinueve elegidos

Al final, este libanés también encontró la manera de llegar a Hamburgo donde se uniría al grupo de elegidos, diecinueve en total. Nada los hermanó tanto como su irrefrenable necesidad de rezar y debatir sobre religión. A veces lo hacían en una mezquita llamada Quds (el nombre árabe para Jerusalén), otras en las casas de algunos miembros donde llevaban una vida austera y muy devota. «Los integrantes del grupo de Hamburgo que unieron sus plegarias a la idea de un Islam fundamentalista no solo se imbuyeron de una nueva doctrina religiosa sino que abrazaron un tipo de vida desde donde construyeron una mirada explosiva del mundo y sus conflictos», escribe el periodista estadounidense Terry McDermott en su libro Perfect Soldiers recientemente publicado. Para Atta y su amigo Ramzi Binalshibh, quien se convertiría luego en el coordinador en la sombra de los atentados del 2001, «lo de menos era el escenario de la lucha siempre y cuando pudieran golpear duro a los dos grandes enemigos. Primero a los judíos y, a continuación, los estadounidenses».

El contagio entre ellos fue inmediato. El islamismo radical y la yihad era una obsesión desbocada que eclipsaba cualquier otra aspecto de sus vidas. Abandonaron los estudios, ignoraron a sus familias y negaron el mundo exterior solo para dar rienda suelta a su fanática versión de la fe. Como explica un investigador alemán que diseccionó la evolución de los terroristas: «No gastaban un segundo en hablar de temas cotidianos, cosas comunes para su edad, como por ejemplo qué tipo de coche les gustaba más. Compraron coches y disponían de una generosa cuenta corriente para gastar, pero jamás hablaban de ello. Consumían la mayor parte del tiempo sumergidos en la religión. Más que eso: solo vivían para dar sentido a su peculiar concepto de la vida tras la muerte, obedecer a su Dios y poder así entrar en el paraíso».

Siempre que se enfrascaban en largas conversaciones sobre los conflictos en Kosovo, Chechenia o Afganistán tenían muy claro que estaban listos para dar la vida por sus ideales. Solo faltaba decidir en qué guerra iban a dejar su impronta. Fue por supuesto Bin Laden quien les proporcionó la causa perfecta. Un anticipo de su ambicioso plan para atacar en suelo norteamericano había sido ejecutado en 1993 cuando un grupo yihadista bajo la dirección del ‘maestro de terroristas’ Abdul Basit Abdul Karim, colocó una potente bomba en el sótano de una de las Torres Gemelas que mató a seis personas, dejó casi un millar de heridos y unos 211 millones de euros en daños. Estados Unidos quedó conmocionado pero, como se vería luego, sacó pocas lecciones de lo sucedido. El Gobierno presidido por Bill Clinton no reconoció el advenimiento de una nueva era, pero lo cierto es que el terror religioso había llegado para quedarse.

El paraíso afgano

Con el viento a favor gracias a la inestimable ayuda de los talibanes, los estrategas de Al-Qaeda se sirvieron del paraíso afgano para gestar la organización desde donde llevar a cabo una cruzada de impacto planetario. Al insistir que todos los estados del mundo musulmán debían seguir al pie de la letra el credo de Mahoma, tanto Bin Laden como su lugarteniente, el egipcio, Ayman al-Zawahiri, buscaron instigar revueltas violentas contra regímenes no suficientemente islámicos. Un credo extremista rápidamente asimilado por jóvenes decididos y devotos a los que se integró en un aparato muy sofisticado, listo para entrar en acción. Curiosamente, Al-Qaeda nunca fue esa gran organización tantas veces descrita. Como mucho llegó a contar con un cuerpo de unos 200 hombres. Sus operaciones resultaban a veces rudimentarias pero su pequeño tamaño era uno de sus puntos fuertes.

Si el enemigo hubiera sido una nación, con toda su infraestructura, habría sido mucho más vulnerable a los servicios de inteligencia norteamericanos. Los ataques del 11-S fueron el mayor objetivo que se habían planteado nunca, pero incluso tratándose de un operativo complejo, los implicados eran apenas un puñado de fieles. Los elegidos fueron entrenados en Afganistán en técnicas de combate cuerpo a cuerpo y aprendieron lo necesario para tener éxito en la tarea de doblegar a las tripulaciones de los cuatro aviones.

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