Diario de León
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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

El domingo 3 de junio de 1963 se celebraba la fiesta de Pentecostés. Ese día fallecía el Papa Juan XXIII, que tantas veces había definido el Concilio Vaticano II como un nuevo Pentecostés para la Iglesia.

Juan XXIII es recordado por muchas cosas. Su figura bondadosa llamó la atención del mundo entero. Su talante espontáneo reflejaba una profunda paz interior y un sincero sentimiento religioso. Muchas personas, creyentes y no creyentes, lo veneraron en vida. Y otras tantas han seguido magnificando su figura con el paso del tiempo.

Su beatificación no ha sido contestada por nadie. Su santidad era reconocida ya durante su vida. Y los años no han hecho más que añadir nuevas pruebas de su espiritualidad, tan sencilla como exigente, de su sincero amor a Dios y a la Iglesia, de su profundo aprecio a la causa del hombre.

Sin embargo, la figura de Juan XXIII ha sido con frecuencia deformada por una visión demasiado simplista. Son muchos los que recuerdan aquellas palabras improvisadas que dirigió a la multitud que lo saludaba desde la plaza de San Pedro la tarde del 11 de octubre de 1962. Pero pocos recuerdan el discurso que había pronunciado aquella misma mañana, al inaugurar el Concilio Vaticano II. En el momento en que descalificaba a los que él llamó «profetas de calamidades», dijo el Papa que los hombres «cada día están más convencidos del máximo valor de la dignidad de la persona humana y de su perfeccionamiento y del compromiso que esto significa».

Sus grandes encíclicas Mater et Magistra y Pacem in Terris son dos importantes documentos de la Doctrina Social de la Iglesia.

La primera asombró al mundo por su realismo. La segunda, publicada el día de Jueves Santo (11.4.1963), quería ser una «gran llamada al amor», al desarrollo de la persona humana y a la promoción de una vida social basada en la verdad, la justicia, la paz y la libertad. Así se expresaba el Papa en la solemne celebración litúrgica de aquel mismo día.

El día 26 de mayo de 1963, nueve días antes de la muerte de Juan XXIII, la Radio Vaticana transmitía un mensaje papal, grabado con anterioridad, en el que afirmaba que las dos grandes encíclicas sociales habían tratado de defender los derechos y el bienestar de los trabajadores, siguiendo así los preceptos del evangelio y «conservando el orden por el que los bienes eternos y espirituales alcanzan el primer puesto, mientras los bienes terrenos se ajustan a ellos»

Esas dos grandes encíclicas pueden ser estudiadas desde muchos puntos de vista, pero en ambas se contiene una rica enseñanza sobre el hombre y su dignidad. El Papa Juan XXIII revelaba en ellas su propio corazón.

Siempre había meditado con afecto el capítulo III del libro II de La imitación de Cristo , en el que se habla «Del hombre bueno y pacífico». Ése había sido su ideal. Que también su último deseo se convierta en profecía, de modo que la doctrina y la práctica de la paz encuentren el camino de las conciencias.

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