Diario de León

No me avergüenzo de Bartolomé de las Casas

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Los Simpson, además de predecir el futuro, acostumbran a mostrar una visión del ser humano particularmente lúcida. En uno de los capítulos de la última temporada, la 34, el padre de Milhouse se lanza una demencial cruzada contra la enseñanza histórica. No quiere que su hijo sepa que uno de sus antepasados, un antiguo alcalde de Springfield, fue culpable del hundimiento de un edificio. Así, en lugar de la verdad pura y dura, propone una singular versión del pasado en el que dominan sus propios «hechos».

Todo se orienta a suscitar el orgulloso del alumnado, por lo que se silencia cualquier episodio cuestionable. En el otro extremo, los partidarios de la ideología ‘woke’ que aparecen en el capítulo, adictos a la corrección política y la cultura de la cancelación, defienden que nos avergoncemos por sistema de todo lo que hicieron nuestros antepasados.

Ambos bandos se pueden identificar con facilidad cuando hablamos de la Historia de España. A un lado, los que describen un país siniestro donde solo habrían existido la Inquisición, los conquistadores, Franco, y un pueblo cerril habituado a reír las gracias de sus tiranos al grito de «Vivan las caenas». Por la otra parte, tendríamos la leyenda rosa, un intento de contrarrestar la leyenda negra que cae en los mismos vicios de dogmatismo y unilateralidad que dice combatir. Proliferan así los libros más o menos panfletarios sobre gestas heroicas que nos prestan un servicio más bien escaso, al darnos a entender que para valorar nuestra herencia hay que interpretarla en los mismos términos que la derecha política.

A esta especie de género pseudohistoriográfico pertenece Nada por lo que pedir perdón (Espasa, 2022), del argentino Marcelo Gullo Omodeo, un alegato exaltado sobre el imperialismo hispano, en el que solo parecen existir elevadas virtudes.

Destaca en especial el capítulo dedicado a Bartolomé de las Casas, el célebre defensor de los indios, al que se injuria con calificativos a cuál más sensacionalista.

El dominico, de creer al autor, habría sido un «amarillista» y todas sus crónicas sobre la época no merecerían más fiabilidad que una novela histórica. Todo lo que encontraríamos en sus libros serían los exabruptos de un de un manipulador que habría transformado el «Infierno» que eran las Indias antes de 1492 en un Edén, solo roto por la violencia sádica de los españoles.

Vamos, que si no comulgamos con el mito del «Buen Salvaje», tenemos suscribir que los indios precolombinos vivían en medio de las más inhumana barbarie. No queda, por este camino, el más mínimo espacio para el matiz.

Si todas estas conclusiones extremistas sobre un engañador en serie se sustentaran en pruebas, no tendríamos más remedio que tomarlas en serio, nos gustaran o no. El problema es que Gullo Omodeo solo se basa en una bibliografía extremadamente anticuada y selectiva. Citar a un erudito decimonónico, Marcelino Menéndez Pelayo, como fuente de autoridad, equivale a hablar de astronomía a partir de la obra de Tolomeo.

Tampoco tiene mucho sentido basarse en Juan José Sebreli, que podrá ser más o menos interesante como filósofo pero no es un historiador profesional.

Los críticos con el padre Las Casas son despechados como «defensores de lo indefendible». Entre ellos se citan al esclesiástico e historiador Juan Antonio Llorente, a político Francisco Pi y Margall y al teólogo Gustavo Gutiérrez. Estos autores, según Gullo Omodeo, estarían siempre «al servicio —consciente o inconscientemente— de los centros de poder mundial». Obvio es decir que el comentario, además de ofensivo, se precipita por la pendiente de la más pura conspiranoia.

Que un representante ilustre de la Teología de la Liberación como Gutiérrez pueda servir a los poderosos es algo que va más allá, por lo disparatado, de todo lo que podamos imaginar.

No se trata, por supuesto, de creer como palabra sagrada cualquier cosa que dijera el apóstol de los Indios. Sí, Las Casas a veces exageró, por supuesto. Aunque cuesta entender por qué tendría que tener la exactitud de un científico alguien que no pretendía hacer un estudio académico sino conmover a su público frente a las injusticias.

Si se hubiera molestado en leer los trabajos de gente más especializada, más actualizada y menos sesgada ideológicamente, el autor de Nada por lo que pedir perdón se hubiera dado cuenta de que la realidad del siglo XVI era más compleja.

Frente a este retrato de un mentiroso compulsivo, cabe oponer el que hizo Bernat Hernández en Bartolomé de las Casas (Taurus, 2015), un libro de ejemplar ecuanimidad publicado, muy adecuadamente, en la colección «Españoles eminentes».

Porque el gran religioso, con sus luces y con sus sombras, es alguien del que podemos sentir un orgullo legítimo los ciudadanos del siglo XXI. Para Hernández, no habría sido ese exaltado que dibujan sus detractores sino un hombre coherente que fundamentó sus proyectos en la racionalidad y el pragmatismo. Porque en él encontramos tanto la firmeza de los principios como la flexibilidad para llevarlos a la práctica.

Además, lejos de haber sido una especie de «llanero solitario», su figura se sitúa en la misma onda que las de muchos frailes, juristas y teólogos de su tiempo. Simplificamos mucho las cosas, por tanto, cuando le reducimos a un «Pepito Grillo» individualista y con ganas de llamar la atención.

¿Necesitamos para admirarle que Las Casa fuera en todo como nosotros? Simpatizamos con su lucha contra la opresión a los indios, pero tampoco podemos olvidar que fue un católico con los valores de intolerancia propios del siglo XVI, incapaz de ver en los musulmanes otra cosa que infieles, o un partidario de las jerarquías sociales características del «Antiguo Régimen». Interpretar su pensamiento en términos de la dicotomía progresista/reaccionario no deja de ser, por ello, una distorsión presentista.

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