Diario de León
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Dos barrios separados por el río Cabrera y a cierta distancia uno del otro componen un único pueblo para la administración civil y una sola parroquia para la eclesiástica: Quintanilla de Losada, municipio cabreirés de Encinedo. Quintanilla es el nombre del barrio hoy prevalente, pero no siempre fue así, porque en tiempos pasados lo fue el otro, llamado Ambasaguas, entonces con más población que aquel. Por Ambasaguas pasaba el camino que comunicaba la Cabrera Alta con esta parte de la Baja, denominada antiguamente Losada, y lo hacía por un robusto puente de piedra para salvar el río que baja por el valle de Santa Eulalia. Al paso de los años Ambasaguas fue cediendo importancia en favor de Quintanilla, cuyo emplazamiento es mucho más favorable en un espacio amplio y abierto de la ladera soleada del valle del Cabrera, frente al más reducido de Ambasaguas orientado al norte en el valle lateral. La geografía pues también influyó lo suyo para hacer valer el cambio.

Quintanilla, por otra parte, acogía una feria todos los sábados entre el fin de septiembre y el de junio, San Miguel y San Pedro. El año 1876 ya se cita la feria en un acuerdo del ayuntamiento. Esos días de un periodo a lo largo de otoño, invierno y primavera, Quintanilla se convertía en centro importante al que acudían gentes de esta parte del valle y también de fuera de los límites del municipio. La feria ocupaba el espacio llamado el Campo en un extremo del pueblo donde está la iglesia parroquial junto a otras cuatro o cinco casas, entre ellas la escuela. A principios de los años 60 del siglo pasado, cuando la feria languidecía en franca decadencia, el ayuntamiento presidido entonces por Daniel Cañal aprobó ciertas medidas para tratar de revitalizarla, pero al cabo de nada sirvieron, y apenas iniciada la década siguiente, desapareció para siempre.

Fuera de esas pocas casas del Campo, Quintanilla era solo una calle, llamada el Chaparral. Poca cosa, si no fuera que en ella, aunque no es posible precisar su ubicación exacta, estaba la casa-sede de la Gobernación de Cabrera y vivienda del gobernador. Y esta fue sin duda otra de las circunstancias que terminó influyendo en el desplazamiento. La casa, si hay que decidirse por una entre las dos de que se habla en esa calle, era más bien una casona al final de la misma de aire señorial, con planta en forma de ele, patio interior en el ángulo y un gran escudo sobre la puerta principal. Suprimida la Gobernación a mediados del XIX, la casa pasó a otras manos y a principios del siglo XX fue comprada por el párroco del pueblo D. Francisco Caballero, natural de Valdesandinas, que estuvo en el cargo 50 años, desde 1898 en que llegó hasta su muerte en 1948, el periodo más largo de un cura ejerciente en toda Cabrera. De él se recuerdan algunas divertidas anécdotas. Había en Ambasaguas dos hermanos, hombre y mujer, ambos de pocas luces, ella sobre todo, solteros, que vivían juntos en una casita tan pobre como ellos. Ocurrió que, preñada por él, alumbró trillizos. El hombre pues fue a casa de D. Francisco para pedirle el bautizo de los niños. El cura se asomó al corredor y le preguntó qué era lo que quería. Y esta fue la propuesta: «Vengo a ver si me bautiza unos pocos de rapaces». Ninguno de los tres sobrevivió.

Fuera de esas pocas casas del Campo, Quintanilla era solo una calle, llamada el Chaparral

Una vez estaba el cura sentado a la puerta de su casa, cuando pasó un vecino llevando un burro de las riendas. Era pequeño, cojeaba un poco y se bandeaba al andar, pero compensaba sus carencias con dichos ocurrentes y sentenciosos. Así sucedió esa vez. El cura, por hacer una gracia, le preguntó: «¿Adónde vais los dos?». Y el hombrecillo contestó: «A buscar hierba pa los tres». La anécdota se contaba con frui ción, pero a diferencia de la otra, esta podría ser apócrifa, típico ejemplo de malicia popular donde el rudo provocado hace gala de ingenio socarrón para mofa del presumido ilustrado.

Ya he dicho que la mayoría de las casas, fuera del grupito en torno al Campo, se disponían a lo largo de esa calle. Y aparte de la del gobernador, había otras notables, como la de Lisardo Moro, que acogía cantina y fonda, donde los hombres acudían a beber y charlar sentados a la puerta. Nunca faltaba Adolfo, llamado Adolfín, por su corta estatura, que vivía en una buena casa junto a dos hermanas, hijos los tres de un antiguo maestro del pueblo. Él fue el encargado de repartir la harina en el tiempo del racionamiento tras la guerra, pero aparte de eso nunca dio golpe y vivía del trabajo de las hermanas y alguna renta.

Cierta tarde estaba sentado a la puerta de Lisardo junto a otros hombres, cuando acertó a pasar una mujer montada en una burra camino de su casa en el extremo del pueblo, donde vivía sola y soltera. Solía ayudar a los tres hermanos en sus trabajos y estos le prestaban la burra en ocasiones para hacer los suyos. Los rumores en el pueblo eran que Adolfín solía visitarla por la noche. Ese día Adolfín la increpó para hacerse el gracioso ante los amigos: «¿Quién te dio permiso para montarme la burra?». Él no podía esperar esta respuesta, que por el contrario causó el regocijo de los ociosos por semejante varapalo al orgullo del burlador así burlado, cuando la desenvuelta mujer le espetó: «Más veces me has montao tú a mí y non t’hei dito (no te he dicho) nada».

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