Diario de León
Publicado por
Federico Ysart
León

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Se cumple ahora un año de la partida de esta tierra leonesa del Bierzo de un hombre que se confesaba músico «como una forma de ser hombre», utilizando palabras de Ortega y Gasset. Cristóbal Halffter y Jiménez de la Encina, una de las cimas mundiales del arte musical de nuestro tiempo, se construyó a sí mismo sobre los cimientos de la cultura española. Juan de la Encina, Victoria y Cabezón, Teresa y Juan de la Cruz, Quevedo, Lope y el gran Cervantes; a todos ellos se asomó Cristóbal, todos impregnaron su obra.

Como hombre de su tiempo, un tiempo singularmente cambiante, complejo, abierto a experiencias y modelos nuevos, se abrió a un mundo que vivió apasionadamente. Música, ciencia, literatura, pensamiento, muy pocas cosas le han resultado indiferentes. Y pienso que así seguirá siendo desde la distancia, desde el otro lado de la vida.

Cuando el recuerdo es tan vivo resulta difícil hablar en pasado de alguien con quien has compartido tantas cosas; desde ideas y pensamientos hasta juicios sobre la realidad que nos asedia. Recuerdas como si fuera hoy vivencias compartidas, discusiones, celebraciones, el brindis con un buen vino, el paso del platillo con jamón, queso o la tortilla de patata que ilustra una merienda cena en la terraza del castillo que se abre al levante. O el repaso de una reciente creación, caso de un Ave María que dedicó a mis cuñados Flor y Paco, sobre el piano de su estudio, abierto a una viña rematada al fondo por un merendero arbolado, a través de una gran ventana, que todo es grande en el castillo de Villafranca.

Como hombre de su tiempo, un tiempo singularmente cambiante, complejo, abierto a experiencias y modelos nuevos, se abrió a un mundo que vivió apasionadamente

Su personalidad no es de las que deja indiferentes. Dentro de una candidatura independiente se presentó al senado en las primeras elecciones de nuestra democracia y el liberal que es fue tachado de rojo. El talante de Cristóbal es irreductible a cualquier tipo de militancia organizada. Lo que yo pienso es cosa mía, venía a decir terciando en cualquier conversación sobre música, política o religión. Al lado, maestros como Ortega y Gasset, Zubiri o Américo Castro, con su conclusión sacada de El Quijote según la cual la vida requiere las luces de la ficción para ser realmente una vida que merezca la pena. Y en eso empeño toda una vida dedicada al arte.

Cristobal Halffter no es ningún extraño en estas tierras. Es la persona que ha estado entre nosotros más de medio siglo, respirando el mismo aire, bebiendo la misma agua y admirando las mismas estrellas que, como lágrimas de San Lorenzo, caen por el cielo en noches de agosto. Eso sí, no sulfataba viñas, ni despachaba en tiendas, ni atendía enfermos; era músico.

Escribía con tinta china en pentagramas lo que la inspiración, la reflexión, o lo que fuese le dictaba al pie de piano. Pero para él eso era sólo una parte de su obra. Para llegar a ser música necesitaba ser interpretada para comunicarse con el oyente. Y con esa idea trabajaba desde primera hora de sus mañanas con el tesón con que el contable se aplica a los números. Su afán por descubrir nuevas formas, crear espacios diferentes, no siempre cosechó la adhesión que con el paso del tiempo le fue universalmente reconocida.

El encargo que en 1968 recibió de las Naciones Unidas para conmemorar el vigésimo aniversario de la Declaración de Derechos Humanos abrió al maestro Halffter un mundo de exigencias. Se consideró responsable de utilizar su privilegiada posición internacional para hacer por España lo que otros no podrían. Como de vez en cuando decía, todos nacemos con los mismos derechos, pero unos tenemos más obligaciones que otros. Mientras en la Asamblea General de la ONU se estrenaba la cantata Yes Speak Out, en Madrid el ministerio de Información cerraba durante dos meses el diario Madrid.

El autor de óperas como El Quijote, Lázaro y La novela de Ajedrez, de nueve cuartetos de cuerda, conciertos para orquesta sinfónica e instrumentos solistas diversos, flauta, clarinete y piano, o coro como el Officium Defuntorum, era libre hasta para disfrutar sin orejeras de sus gustos personales. Así, loaba La Verbena de la Paloma, zarzuela de Bretón, como se embarcó en uno de sus últimos años en trasponer un célebre pasodoble a conjunto de cuerda. Se trata de Suspiros de España, creado un siglo antes por Antonio Álvarez, músico director de la Banda de Cartagena. Viví bastante de cerca aquella recreación y su estreno el día de Santa Cecilia en el Auditorio Nacional de Madrid.

Quería probar, me decía, que hay músicas pensadas para otros fines cuyos valores pueden ascender a una esfera superior al pasar al mundo de la cuerda. El experimento resultó exitoso. A la salida del concierto confesó que no era capaz de describir con palabras la sensación de oír el tema tocado por diez violonchelos. La verdad es que la misma impresión transmitían los ojos de buena parte de los asistentes.

España suspira por él como uno de sus hijos universales en el cabo de año.

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