Diario de León
Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán, correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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Está tan desgastada la palabra democracia, de tanto usarla, de tanto vilipendiarla, de tanto asumirla como propia, que da vergüenza pronunciarla. Todo el mundo se apoya en la expresión y la utiliza en cualquier evento. «No eres demócrata», «esto no es democrático», se dice, pero no se sabe a qué clase de democracia se están refiriendo, pues en cada momento, en cada país se ha establecido un tipo de democracia Así tenemos la llamada democracia popular, propia de los países comunistas (de manera que en el momento que un comunista dice que no eres demócrata se está refiriendo a «su» democracia: la totalitaria); existe la democracia liberal o el reconocimiento de los derechos individuales. Hoy, nos estamos moviendo entre los países remanentes de la casi extinguida democracia popular y la democracia liberal (occidental), pero no hay que olvidar el reverdecer de los sistemas totalitarios suramericanos y los de oriente.

Sea como sea, nos situamos en el sistema que, ya en Grecia, se decía que era el mejor para el gobierno de la Ciudad-Estado. Pero la democracia no es un sistema estático sino que se debe de ir constituyendo a lo largo de la vida social. La actual estructura a la que se refiere —más modernamente— Alain Touraine, es la más acorde con su realización: «La democracia no puede reducirse al principio de una libre elección (…) es inseparable de una teoría y de una práctica del derecho» ( ¿Qué es democracia? , 55). Por eso, una vez que se procede a la elección a través de las urnas, el voto no es omnímodo, ni se puede usar al albur de cualquier teoría o decisión personal. El voto, en efecto, es sacrosanto o como diría el poeta Kavafis: «Oh tú, diosa…/ ¿Cuál es ese voto sagrado?». Pues ese voto que limpiamente se deposita en la urna no puede salir de tal cubículo manchado de odio, ni con un cheque en blanco para insultar, o ultrajar a un contrario o a una ideología. En el voto no va escrito: voto a fulano y le autorizo a vilipendiar, doy mi voto a mengano para que pueda cambiar sus promesas, elijo a zutano para que extienda el baldón a los contrarios. Y así.

Estoy seguro que la mayoría de los elegidos en las urnas no se han leído la Constitución española en la que se proclama como principio —en su Preámbulo— «garantizar la convivencia democrática». No se cumple este principio en el momento que los elegidos se regodean en el insulto, llamado criminal o delincuente al contrario. No se cumple la convivencia en el momento que —bajo el paraguas del voto— se cambia la ideología del votante por las ideas personales o, en ocasiones, exógenas a la realidad social. No todo vale amparándose en las urnas (Hay que recordar que Hitler ganó las elecciones de 1932 y 1933).

A la democracia la rodean y orlan una serie de valores que, de no estar presentes, la democracia desaparece, se oscurece, no existe en realidad. Uno de ellos es el de la dignidad de la persona. Es decir la valoración de la persona como sujeto de derechos y de sus características morales y espirituales. Tal concepto se ha hecho jurídico (se ha juridificado). Se contiene en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su Preámbulo: «…el reconocimiento de la dignidad intrínseca (…) de todos los miembros de la familia humana»; «los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana»; en los artículos 1,22 y 23. En el Tratado de la Unión Europea, en su artículo 2: «La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana». El artículo 10 de la Constitución española que al declarar los derechos y deberes fundamentales, comienza con la expresión: «la dignidad de la persona» (y) «los derechos individuales que le son inherentes…».

De tal suerte que la dignidad forma parte del primer valor —incorporado al derecho— de la persona. Y así lo protege nuestro Código Penal en su artículo 510: «Quienes lesiones la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, descrédito o menosprecio…» serán castigados con pena de prisión. No solo la sanción penal sino que su protección «vincula a todos los poderes públicos». De tal forma que el ciudadano podrá decir: Oiga usted, señor votante no mancille mi dignidad; oiga usted señora urna no atropelle mi dignidad; oiga señor político, no deshonre ni insulte mi dignidad. Porque cuando se hiere la dignidad de la persona, la democracia pierde toda su legitimidad.

Los que acosan a la dignidad de la persona con insultos, llaman criminales a personas o grupos sin ninguna justificación, los que escupen un baldón sobre personas o ideologías, y todo ello con la excusa de la libertad de expresión, se olvidan que la dignidad es antes que la expresión libre, que la dignidad está por encima de las urnas, que la persona es la primacía de la relación. Y lo tiene dicho nuestro Tribuna Supremo: «…se ha definido como dignidad personal reflejada en la consideración de los demás y en el sentimiento de la propia persona». De forma que no puede haber otro derecho que, de algún modo, lesionen la dignidad de otra persona. De tal suerte que protegiendo la dignidad se defienden el resto de los valores fundamentales y reina una verdadera democracia. En otro caso nos llevaría a lo que proclamaba Unamuno: «…a una oclocracia, una soberanía de las muchedumbres». ( Glosas de la vida, 448).Situación que destruiría las mismas raíces de la dignidad humana y por ello la propia democracia.

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