Diario de León
Publicado por
JESÚS MARÍA CANTALAPIEDRA
León

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PERDÍ MI FLOR de hombre de andar por casa un día de Carnaval. Hace más de diez años. Fue sin premeditación ni alevosía, aunque con incipiente nocturnidad. Pocas semanas más tarde, después de dos lustros de periodismo activo-vocacional, y un ya largo y obligado ejercicio laboral, ingresé en la cosa pública de esta ciudad de nuestros pecados. O de Dios nos libre. Aquí, aparte de librarte de los Idus de Marzo, hay que escabullirse del lugareño en la medida de lo posible, so pena verte engullido por sus fauces abiertas y ávidas de carne incauta; sobre todo de la de aquellos que durante décadas dedicaron sus ocios a los demás, mediante impagados esfuerzos en favor de actividades sociales o culturales. La envidia necia está ahí, inmisericorde, tratando de acabar con todo lo que se ponga por delante, a pesar de lo que dijo un tal Don Quijote: «¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no tal sino disgusto, rencores y rabias». Es una pena que en esta ciudad un gran porcentaje de hombres y mujeres dediquen sus asuetos a envidiar con necedad y, otro buen número de ellos/as, a averiguar con quién perdió la virginidad Paquirrín. Pero ese es otro cantar por parte de madre. Los terremotos y los maremotos, otra solfa. Cosas de negros y así. En el fondo a nadie le interesan los rompecabezas del común, por mucho que alboroten o hagan ruido las coordinadoras al uso. Los problemas que pudieran afectar, por ejemplo, a la capitalidad y provincia del viejo reino no van más allá de conversaciones tabernarias con olor a pringue aceitoso y ciertos penetrantes aromas de pelusa política verdinegra. Y, naturalmente, la maldad viene dada como consecuencia de la práctica de la envidia por parte del estulto. O viceversa. Personalmente creo que la maldad más peligrosa es la del ignorante si, además, gansea. Tendría ahora que repetir por enésima vez la conocida frase: «La inteligencia tiene limitaciones, la maldad no». La verdad es que, lamentablemente, desde hace algunos años reseño la sentencia con demasiada frecuencia. Me obligan. Como decía al comienzo, perdí mi templanza de bajos ciudadanos hace más de diez años para, desvirgado, comenzar mi andadura política, geografía donde, a pesar de varios avatares anteriores, encontré la Maldad con mayúscula. Hasta entonces, más o menos, pensaba: «To er mundo e güeno». Craso error. La maldad, la maledicencia, se zambulle entre talleres, oficinas, cabildos, familias, asociaciones y con mención especial en la aldea. La maldad aldeana es temerosa. Hay más cuerpo a cuerpo. En las grandes ciudades puede diluirse entre el anonimato de la multitud solitaria. Pero, donde más se sufre la ruindad es en la política, sea local, regional o nacional. Debiera ser un hermoso instrumento y, sin embargo, pena da echar un vistazo a los periódicos, escuchar la radio o ver la cosa digital con pantalla plasma. Más bien plasta. ¿Hasta cuándo los ciudadanos van a soportar tanta maledicencia, tanta insidia, tantas falsedades encubiertas, tanta acritud de unos cuantos? Debieran leer «Historia Universal de la Infamia», de Borges. Mas, hay que salir en la foto con grandes titulares para que se advierta su aparente notoriedad-capacidad-incapacidad, aunque para ello haya que emburriar a la propia madre. Es necesario hacerse notar por aquello del ascenso o el porvenir incierto. «Este/a parece que funciona. Habrá que pensar algo¿». Al anochecer, enseñan el periódico a la familia y duermen como benditos/as, una vez sabedores/as de que el mensaje ha llegado a quien procediere. Bien se preocupan de que el recado haya alcanzado al destinatario final objeto de sus intenciones. Mucho. Sería justo y necesario remover los cimientos. Hay que acabar con la mentira. Hay que advertir de los graves peligros de la envidia. Hay que soterrar la insidia. Hay que enterrar la sardina podrida. El olfato llega a embrutecerse. Hay que pegar un tiro en la nuca a quien esto escribe o a quien escriba algo similar. Muchas gracias. Recuerdo ahora un graffiti escrito sobre una desvaída pared de la calle Alustante de Madrid: «Haced bien el mal». Lleva bastantes años inserto sobre la cal blanquecina del murete y nadie se ha afanado en borrarlo. Nadie le da un brochazo. ¿No interesa? Me atrevo a pensar que todo el personal está por la labor. Que todo quisque es malo o, en el fondo, desearía serlo si tuviera o tuviese oportunidad. Así y todo, debo defender y defiendo el título de esta tribuna. Debo propagarlo y apoyarlo a pesar de lo escrito. Uno también practica la maldad. Me enseñaron deprisa y corriendo. Como en un master acelerado para ejecutivos meritorios con corbatina y cartera impoluta, acartonada, brillantona, recién regalada por mamá.

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