Diario de León

TRIBUNA

Hemos venido a disfrutar

Publicado por
ara antón escritora
León

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U na niña de doce años se bebe una botella de ron en un botellón nocturno y muere (3 de noviembre del 2016).

¿Que por qué menciono esta noticia después de tanto tiempo? Porque me la recordó el suicidio de otra niña de trece años por sentirse acosada; porque los excesos etílicos y la agresividad siguen aumentando y todo parece parte del mismo problema y, además, hay muchas preguntas sin responder.

En el caso de la pequeña que murió en el botellón, ¿qué hacía una niña de tan corta edad fuera de su casa a altas horas de la noche? ¿Por qué tienen a su alcance tal cantidad de alcohol? ¿Por qué si el botellón está envenenando y matando a nuestros jóvenes, además de volver locos a los sufridos vecinos que lo soportan, se sigue consintiendo? ¿Qué ocurre con los padres? Quiero pensar que su actitud no significaba dejadez o ?abandono. Pudo tratarse de simple impotencia ante el probable desafío de su hija, quien seguramente tendría muy claros sus derechos y que si sus papás se ponían farrucos podía denunciarlos, conseguir una orden de alejamiento o incluso mandarlos a la cárcel. ¿Deberes? Y eso ¿qué es? ¿Y el alcohol? No hay problema. Cualquier amiguete generoso, al que hemos concedido la mayoría de edad fiándonos exclusivamente de la cronología, puede comprarlo y proporcionárselo.

¿Cómo es posible que nuestra insaciable hambre de libertades haya llegado hasta empujar a unas niñas a la muerte, ya sea por permisividad con el alcohol o por tolerancia ante el acoso escolar, al que calificamos de «cosas de niños»? Pues muy sencillo. Nadie se atreve a cortar con la degradación, por temor a ser tildado de reaccionario, que debe de ser algo tan negativo y negro como encontrarse en proceso de putrefacción. Todos hemos venido a esta era del bienestar a disfrutar, a hacer nuestra santa voluntad, sin tener en cuenta que para que una sociedad funcione, además de normas —con perdón—, se han de tener obligaciones, que ninguno parecemos dispuestos a asumir.

Resulta muy difícil ponerse en la cabeza de estos niños consentidos que estamos haciendo que educamos. Nadie les pone reglas; nadie les niega nada; nadie les ha enseñado a manejar sus emociones y caprichos… «Hemos venido a disfrutar» y si para eso debemos mofarnos o maltratar al más débil de la clase, o reventar con un veneno de los muchos que se nos ofertan, pues hagámoslo, que hay que pasarlo bien.

En el caso del botellón, quizá la niña quiso buscar la atención de la única manera que estaba a su alcance: con una botella. Todos sus amigos sabían que eso era demasiado. Acudirían a ayudarla, le quitarían el vaso, impidiendo que se lo bebiera, y volvería a sentirse arropada y segura… Pero no fue así. El recipiente se acabó, ella se sintió morir y nadie acudió a su lado para auxiliarla, para hacerle una pequeña caricia, para averiguar por qué no se podía levantar… Se estaban divirtiendo. Habían salido, como ella, a «disfrutar» y no tenían tiempo que perder en atender a alguien que se encontrara triste, solo o enfermo. Siguieron con su juerga de alcohol y drogas y si alguno la vio en el suelo, se rió como un estúpido, pensando en el monumental «pedo» que había cogido la cría. Hubo de pasar casi una hora para que alguien —tal vez menos borracho que los demás— pensara que aquello no era una pose y que a la niña le ocurría algo que iba más allá de sus excesos habituales.

En el caso del suicidio, de nuevo la falta de apoyos o comprensión. Se encontró en un callejón, en el que su mente no veía salida. Nadie la escuchó, a pesar de las denuncias. Vio la impotencia de sus padres y su inmadura personalidad de trece años, al no tener referente ni amparo, no soportó la tensión.

Esta sociedad nuestra está tocando, sin advertirlo siquiera, las puertas del infierno, que, gracias a nuestros libertinajes, han vuelto a hacerse presentes sin necesidad de vivir una guerra, pasar hambre o ser fusilados al amanecer por atreverse a pensar. Ninguno de estos horrores son necesarios aquí. Nos hemos sacado de la manga el pase para el inframundo, con la palabrería hueca y los «buenismos» que pretenden anular normas y leyes y que se exigen preferentemente al vecino. ¿Cómo va a poder organizarse una sociedad en la que falten las más elementales normas de convivencia, respeto y ayuda mutua?

Durante unos días nos echamos las manos a la cabeza porque han muerto unas niñas, pero cuando lean estas líneas, la mayoría lo habremos olvidado. Nosotros, todos y cada uno de nosotros, permitimos que continúe el desatino. Nosotros pisoteamos en una noche esas flores llenas de promesas de futuro y seguiremos matando cada fin de semana a muchachos que participan en esa antesala del Averno que es el botellón —que a muchos conviene que siga existiendo—, y seguiremos mirando para otro lado ante el acoso al más débil. Y, al amanecer, nos levantaremos sin ningún remordimiento, retomando nuestro trabajo, y hasta, dependiendo de nuestras ambiciones, vociferaremos reivindicaciones sociales y libertades por las esquinas.

Sin duda, la libertad —relativa pues todo en el Universo está reglado, aunque no conozcamos sus secuencias— es lo que nos hace humanos, es lo más grande a lo que podemos aspirar. Pero para llegar a alcanzarla hemos de aprender antes a usarla, y un niño, por muy adulto que se crea, aún no es capaz de hacerlo.

Padres, profesores y autoridades somos responsables de enseñarles, de llevarlos de la mano hasta que puedan volar por sí mismos. Entonces sí. Entonces podrán disfrutar de verdad, sin hacer daño a otros o incluso a sí mismos. Pero, ¿cómo vamos a enseñar aquello en lo que no creemos?

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