Diario de León
Publicado por
Enrique Ortega Herreros, psiquiatra
León

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Vaya por delante que comprendo y comparto el buen trato a los animales en general, si bien, por ejemplo, a las pulgas no las puedo ni ver, aunque sean animalitos del Señor. Desconozco si los «animalistas» las defienden y protegen y reivindican los mismos derechos que para los perros, es un decir.

Hecho este primer preámbulo, hago otro, intentando enmarcar el artículo para tratar de hacer comprensible mi pensamiento al respecto. Se trata de la necesidad que tienen los humanos de ser queridos, también de querer, aunque tampoco hacen ascos a que los animales les obedezcan, les defiendan, trabajen por y para ellos, les sean fieles etc. e incluso les proporcionen alimentos en abundancia. Tienen preferencia por aquellos que pueden ser domados, domesticados, que es una forma de asegurarse su presencia, manejo y utilidad. Quizás se escape de esos parámetros, el gato, pero eso es otro asunto.

En nuestra cultura, y más en la actualidad, los perros han venido a ocupar un espacio muy importante en el mundo de los afectos humanos. Ya sé que desde siempre el perro, que es muy inteligente, se ha hecho querer por el hombre, aunque en el toma y daca de los afectos, la fidelidad haya sido siempre más perruna que humana.

Lo cierto es que, sobre todo desde hace unas décadas, coincidiendo, quizás, con la merma de la natalidad humana, así como con el incremento de las personas solas o más aisladas, o bien por una mayor sensibilidad hacia el reino animal del que hacemos parte, el perro ha cobrado una importancia nunca vista. Bueno, no solo el perro, ya lo sé, pero como este artículo va de canes, me referiré a ellos en exclusiva. Es, sin duda, el mayor referente del denominado «animal de compañía» del hombre.

Es notorio que el perro acompaña, saluda, responde a las carantoñas con muestras inequívocas de alegría y reconocimiento, y se establece un vínculo de afecto compartido y muy satisfactorio entre el ser humano y él. Que el perro, como especie, posee unas cualidades, aptitudes, valores, capacidades etc. extraordinarias son de todos conocido. No voy a hablar, en este espacio, de todas ellas salvo algunas, claro. Pretendo centrarme en el vínculo, los vínculos que unen al hombre con el perro, y viceversa

No sé si os ha llamado la atención, seguro que sí, lo que ocurre cuando perros y hombres (o mujeres) se encuentran mientras dan los paseos rituales. Son los perros los que, en principio, se saludan a su manera con la intención de conocerse mejor e intimar si llega el caso. Mientras están en ello, los amos o amas también se saludan, siguiendo el guion perruno; bueno, en vez de olerse se miran y medio sonríen, que es una forma de participar en la situación. E inclusive no escatiman proclamar los elogios de sus perros, sus virtudes etc. Claro que si los canes se retan, gruñen o ladran, los amos tratan de alejarse para evitar supuestos males mayores. Total, que el perro es el que se convierte en el protagonista principal de la obra, pasando a un segundo término sus supuestos amos. Y eso, el perro lo sabe. Lo que pasa es que se lo calla para no hacer de menos a quien cree ser su dueño, de quien, por otra parte, se aprovecha todo lo que puede y más.

Tengo que aclarar que no se trata, exactamente, de egoísmo perruno sino más bien de rentabilizar la inversión que él hace entregando al humano su alegría, fidelidad y cariño.

Hay perros que, prácticamente, han aprendido a sonreír, que solo les falta un último toque de los músculos apropiados al efecto. Hay otros, como los galgos, que, en la ciudad, parecen almas en pena, tímidos y taciturnos, que no parecen de la misma raza de los que, con ese cuerpo aerodinámico que poseen, persiguen a las liebres por el campo abierto. Ya sabemos que cada raza de perro tiene, en principio, su carácter, su cometido y su entorno donde se desenvuelven a gusto. Que no es lo mismo, por ejemplo, ver a un perro, aclimatado al espacio de Alaska, jadear con la lengua que le llega casi al suelo, en un medio caluroso. Pero como es el hombre quien decide, el perro a callar tocan.

La verdad es que no estoy tan seguro de que se callen. Que el otro día, paseando, me pareció que dos perros se estaban contando sus cosas, al modo de Berganza y Cipión, de la famosa novela El coloquio de los perros de Don Miguel. Yo agucé el oído, bueno, la imaginación y me pareció que platicaban sobre la vida de perros y amos. El uno le decía al otro : te veo muy bien, estás gordo y lucido. Se ve que te tratan a cuerpo de rey. No me quejo, al contrario, respondía el otro. Es cierto que yo me lo curro también, soy cariñoso y, a veces, zalamero, le sé llevar. Cuando me saca o le saco de paseo, hago lo que me da la gana: meo en donde me place y, bueno, si quiero aligerar el vientre, planto un pino en medio de la acera o de la calle. Eso lo hago para vengarme un poco de la faena que me hicieron, y es que me caparon, fíjate tú qué putada, que ahora huelo a una perrita y no me dice nada, tú. Sí que es una putada, sí, proclamó el otro can.

Me dio por preguntarme qué piensan lo defensores de los derechos de los animales sobre ese particular. No oí más porque los amos tenían prisa y se separaron. Yo me quedé pensando en esa forma especial de relación humano-perro, según la cual el último goza de más libertades que el primero. Así, el perro, por ejemplo, puede orinar y defecar donde y cuando le plazca en plena calle, el humano no. Claro que tampoco es cuestión de poner pañales a los canes como a los bebés humanos, pero ahí lo dejo. También pienso que a ver cuándo inventan un dispositivo, un pequeño aspirador, por ejemplo, para recoger la caca del perrito cagón, en lugar de ver cómo el humano se humilla y, aunque medie una lámina de plástico entre los dedos y la mierda del perro, da asco. Además, el que patente el invento se forra.

Hace ya mucho tiempo que escribí un cuento donde trataba el tema de la relación del hombre con el perro. Se trataba de un hombre llamado Teodoro, Teo, simplemente, que se compró un perro que se parecía, curiosamente, a él. Tampoco es tan rara, me diréis los más observadores, la coincidencia de «parecidos» entre el perro y su amo o su ama. Lo cierto es que Teo, en un alarde de imaginación, decidió llamarle al perro, Doro, la otra mitad de su propio nombre. Hasta ahí, nada especial. Lo que ocurrió después es que el perro se dio cuenta enseguida de la parte narcisista y bobalicona de su amo, y decidió sacar partido del asunto. Para resumir, el hombre intentaba humanizar al perro y éste pretendía emperrar al hombre. Al final el perro gana la partida y el tándem Teo-Doro acabó convirtiéndose en Doro-Teo. Fin del cuento.

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