Diario de León
Publicado por
Enrique Ortega Herreros, psiquiatra y escritor
León

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Vaya por delante que no pretendo disertar en este artículo sobre el inmenso valor que tiene dicho lenguaje, también denominado no verbal; solamente pretendo dar algunas pinceladas del mismo, para centrarme después en cómo se explican ciertos personajes a través de ese medio.

En realidad, el llamado lenguaje corporal es el más primitivo, el más amplio y el más auténtico originalmente en la comunicación humana. Bueno, digo humana porque me voy a referir al hombre, dado el desarrollo posterior de las palabras o lenguaje hablado que le caracteriza y le distingue de los animales, sin entrar en disquisiciones de valoración con arreglo a los trinos, gritos y demás señales sonoras de estos últimos. Por otra parte, el lenguaje corporal de los animales no le va a la zaga. Al fin y al cabo, el hombre es un animal más, aunque más retorcido, falso y mentiroso.

No sé si el interés actual por descifrar los mensajes que nos da el lenguaje corporal es porque el lenguaje hablado puede llegar a ser una mentira por sí mismo y ya no confiamos en él, o porque, deseosos de la verdad, hemos descubierto que es más auténtico que la palabra. De todas formas, seguimos conociendo solo a medias el mundo de las señales que nos transmitimos continuamente. En muchos casos no sabemos a ciencia cierta por qué nos llevamos bien o mal con nuestros semejantes. Recurrimos a expresiones curiosas para entender el fenómeno; por ejemplo, decimos que es una cuestión de «química», o que hay un algo que no me encaja, o no me acaba de convencer, o que me cae bien o mal, simplemente, pero sin poder descifrar qué señales nos lo advierten. Es obvio, además, que transmitimos ondas, vibraciones eléctricas, químicas, etc. que van de inconsciente a inconsciente, y por tanto poco claras. Es posible, también, que la palabra haya colonizado, desbancado en gran parte el primitivo lenguaje de las señales primigenias del ser social.

Para comprender que es primitivo, amplio y auténtico, baste ver y valorar las reacciones del niño pequeño, ser social en potencia, cuando aparecen en su campo visual y cercanía física personas o animales. La sonrisa (la forma más primitiva de bienestar con el otro) o el llanto (la forma más primitiva del displacer) nos dan una pista del fenómeno mediante el cual el bebé interpreta las señales correspondientes. El adulto, implicado en el proceso, puede no entender las señales que le transmite el bebé, éste, sin embargo, sí.

En las llamadas series de animales salvajes (no domesticados) emitidas por televisión, me parece a mí que las señales que emiten son claras, rotundas, significativas, incluso cuando engañan como bellacos o cuando pretenden confundir a sus depredadores. Son las que han aprendido o heredado, siempre iguales, o casi, en todos los miembros.

En el ser humano se ha complicado mucho más el asunto. Es posible, sin embargo, que, si nos metiésemos en el mundo de los chimpancés, por ejemplo, entenderíamos mucho mejor nuestro propio lenguaje corporal.

Hecho este largo preámbulo, paso a lo mollar, que no es otro que la oportunidad que me ha proporcionado la reflexión sobre el particular para interpretar (a mi manera) el lenguaje corporal de ciertos personajes de nuestro entorno. Los primeros que son fáciles de entender son los futbolistas que acaban de marcar un gol: les hay que se dan golpes en el pecho cual poderosos gorilas; otros miran al cielo y parecen decir «que baje Dios y lo vea». Otros, al estilo Julio César exclamando su contundente «veni vidi vici, adornándose y esperando el aplauso del respetable. Les hay que se paran y miran a lontananza emulando a los grandes descubridores. Otros no dudan en adoptar poses de guerreros imaginarios que ganan batallas memorables. En fin, cada uno trata de manifestarse como héroe, tal como se imagina ser. A mí me parece que no es para tanto, y me recuerdan a las gallinas cacareando y cacareando porque han puesto un huevo.

Los otros dos personajes que he escogido para la ocasión son el presidente del gobierno, Pedro Sánchez y un deportista genial, Rafa Nadal. La interpretación del lenguaje corporal del primero está chupada, ya lo verán. Observemos al presidente en una rueda de prensa, se toca la nariz, eso es que miente. Luego pronostica no sé qué y lanza una mirada hacia la izquierda, eso es que miente. Poco después da un dato importante y mira hacia la derecha como si se contemplase en un espejo, el muy narciso; eso es que miente. Posteriormente no dice nada en concreto, mueve las manos cual trilero escondiendo la bolita y mira hacia arriba, eso es que es sincero mintiendo, vamos la cuadratura del círculo. Ocurre que, a fuerza de mentir, ya le han cogido el tranquillo y entonces él, que se ha dado cuenta de eso, trata de mentirse a sí mismo (como ejemplo más reciente, tras el «revolcón» en las elecciones andaluzas, asegurando que no hay cambio de ciclo y viendo la luz saliendo del túnel, con los ojos cerrados) para despistar al personal, pero le salen unas verdades muy raras que no cree nadie; por eso ha decidido seguir mintiendo como siempre ha hecho y a ver qué pasa. Hay rumores que indican que está pensando afiliarse al partido popular para seguir en el poder. Igual es mentira, pero no se fíen. El caso es que ha contagiado a buena parte de su gobierno (otra parte ya estaba contagiada) y se les nota demasiado cuando pretenden decir una «verdad mentirosa» y no les sale como al maestro. Hay ministro(a)s que ponen cara de pánfilo(a)s cuando mienten. Otro(a)s farfullan cuando pretenden que le(a)s creamos. Hay de todo.

El otro personaje ilustre es el genial deportista Nadal, que es, además, un artista empleando el lenguaje corporal con el que logra tener acojonados a sus rivales. Me explico: Sale a la pista, pañuelo en la cabeza estilo pirata, saluda con la mano derecha y les confunde porque es zurdo cuando le da la gana. Se dispone a sacar, el adversario está esperando, y Nadal, que es más listo que el hambre, se lo pone difícil porque comienza con un ritual de gestos calculados que entontecen al adversario que no tiene más remedio que seguirle, como si estuviera a punto de ser hipnotizado. Primero se toca una oreja, señal inequívoca de «te vas a enterar, majete». Luego se toca la otra, lo cual quiere decir, «te va a ir por la te». Luego se toca la nariz y le confunde porque le indica que se la va a colocar en la esquina contraria a la que él piensa. Posteriormente donde vuelve relochos a los oponentes es cuando, inmediatamente antes de golpear la bola, echa la mano a su pantalón a la altura de la región perianal y hace un gesto inequívoco de «te tengo a mi menester, chaval». Y ya para terminar la tanda de mensajes no verbales, se dirige a la parte delantera del pantalón, tira con fuerza de él, que un buen día se arranca el prepucio sin querer y la arma, y el oponente ya solo piensa: «este tío va a por mí, me la va a clavar». Golpea Rafa, y ace. Si añadimos que es un luchador infatigable y se pone a sudar a chorro, que eso es, también, un mensaje corporal que emplea para inundar a bolazos al contrincante, el resultado final es de todos conocido: un campeón inigualable, tal como demuestra siempre en la pista.

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