Diario de León
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FRANCAMENTE. JUAN CARLOS FRANCO
León

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Veinte de enero. Día uno de la nueva era en el orden mundial. Es de esperar que a partir de hoy, como han vaticinado los oráculos, comenzarán a mostrarse las plagas bíblicas. Se abrirán los infiernos, la niebla se tornará nube de azufre y nada será ya igual, nos han repetido una y otra vez hasta la saciedad en las últimas semanas.

¡Cómo si nos importara!, le contesta uno de esos asiduos al bar del pueblo. De los que recuerdo que llevan allí más tiempo que el mobiliario del garito, al que la última revolución estética dejó el vanguardismo en las sillas de escai y mesas de formica. La actividad del mismo dista mucho de ser frenética, por lo que la escasa parroquia se entretiene en interactuar con el aparato del televisor, en el que, en el desde el telediario del momento se insiste en recordarnos nuestro desdichado porvenir con la llegada del nuevo patriarca yanki.

Es de los pocos que quedan. Tal vez por eso insiste en su conversación con la pantalla, sabedor de que, aunque la tele no le escuche, en el bar, apenas queda gente que pueda hacerlo. Es su válvula de escape —en casa no le dejan hacerlo—. Su psicólogo. Su red social por la que transmitir su parecer y su desaprobación con lo que le está pasando.

Hace tiempo que no iba al café y me ha sorprendido verlo tan huérfano de parroquianos. Por un lado, por los que se han ido y por otro por los que no pueden permitirse venir. Hoy no da ni para juntar una partida de subasta.

«¿Sabes?, Se ha muerto Loro», me espeta nada más percatarse de mi presencia. Ni saludo ha habido de por medio, pese al tiempo que hacía que no nos veíamos.

Loro era uno de esos personajes que habitan en todos los pueblos. Huraño, solterón y aplicado en sus labores y, en ocasiones, en las de los demás. De los que la historia, sin saber ni cómo ni por qué, se le detuvo en una juventud en la que los pueblos eran pueblos, y los animales, no solo andaban a cuatro patas. Sus historias y las andanzas que le atribuían, por lo general relacionadas con el yantar, en no pocas veces, sobrepasaban su protagonismo.

«Aquí no vamos a quedar nadie y no será por ese del flequillo rubio». La tele siguió con sus análisis, aunque ya nadie le respondió. Nos fuimos dejándolo el bar tan vacío como se están quedando de vacíos nuestros pueblos.

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