Diario de León
Publicado por
Arturo Suárez-Bárcena
León

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«¿Cuántos, en la vida, huyen de otros porque no se ven a sí mismos?»: El Lazarillo de Tormes.

Cada ciudad tiene los suyos, ninguna se libra de ellos, por todas pasean empolvando con la caspa las aceras. Este genuino y contradictorio grupo social se las va apañando para subsistir no se sabe bien cómo ni de qué. El caso es que comparten rasgos comunes por los que, adjetivo arriba o verbo abajo, los podemos ir identificando.

Veamos. Un yotuve hace gala siempre de gran apellido, rallando la nobleza, aunque el apellido haya colapsado tres generaciones atrás y nadie lo recuerde. Todos, decimos, provienen de un bisabuelo, abuelo o padre digno de fervor, gran oficio y cartera de valores, pero nadie sabe qué hace ni qué méritos tiene la actual generación, que en todos los aspectos, tanto económicos como de notoriedad, vive de exiguas rentas.

Si vienen del sur, alardean de heredades; si son de la zona, te señalan blasones y te acompañan al edificio familiar, del que ya no les queda nada más que la nostalgia y las grietas.

El yotuve no paga nunca cuando va en grupo, bajo ningún concepto, y en gesto dadivoso puede llegar a pagarse lo suyo si no supera los dos euros; en cuanto a los apellidos, muestran gran tendencia al uso de guiones y cultivan la heráldica, poniéndole más empeño que a las fincas, las cuales no trabajan y ceden siempre en arrendamiento; viven en las zonas nobles, donde las fachadas todavía nos recuerdan quiénes fueron, pero en su vivienda las luces resultan mortecinas, la pintura amarillea y se voltean los colchones cada década.

El yotuve procura colar el nombre de un general, obispo o político en la conversación, al que aluden denotando proximidad, cuando en realidad no lo conocen o con el que a lo sumo coincidieron en los aseos. Por supuesto, acude a cada funeral de riguroso luto y en primera fila, donde espera recibir las condolencias aunque no guarde relación con el difunto. Si va a una boda, come en exceso y no lleva regalo porque con su presencia ya ha cumplido; las camisas son de seda, los puños desgastados y los calcetines zurcidos; las sopas las multiplica a fuerza de agua y de sal, rozando el bíblico milagro y la peluquería no la frecuenta, se lo hace en la cocina porque resulta más cómodo y en el fondo, argumenta, los de las tijeras se pasan con los precios.

Un yotuve de los de verdad siempre te pregunta por la familia a la que perteneces, la profesión y el segundo apellido. En los restaurantes y en las bodas acopian los restos suyos y los de los restantes comensales para los perros que no tienen, y que de tenerlos serían galgos famélicos. Llevan por todas partes el escudo familiar, en los bolígrafos, carteras, llaveros, incluso en los vehículos, y suelen pertenecer a clubs sociales, en los que abonan las cuotas con retraso y amenazan a las juntas directivas con los tribunales si se van de la lengua. Los más austeros, que son minoría, se dan de baja alegando que las instalaciones se han venido a menos, que ya se admite a cualquiera y que ni le respetan su mesa. Si se les invita a los toros, sugieren barrera, en el fútbol solo les vale el palco y si fuman, tiene que ser habanos, todo de gorra. Un yotuve, en fin, jamás reserva hotel, sino que se acopla en la casa de algún pariente o amigo que lo sufre cada verano con resignación. La familia o las amistades, dice, son lo primero.

Los yotuves, pues, vienen a ser unos nostálgicos con algo de caspa y un encanto retro, una vaga indefinición entre lo pícaro y lo bohemio. Este personaje tan universal y tan español va quedando en cierto desuso y sus conciudadanos los juzgan con desprecio, quizá porque pecan de soberbios en su miseria. Un yotuve mira por encima del hombro al vecino y se siente altruista si lo recompensa con una distante amistad, considerándolo gesto de realeza moderna, pues resulta muy humano codearse con el vulgo.

Como decíamos, se dan en todas las ciudades, así que lo mejor es tomarse el asunto con humor y paciencia. Yo mismo acabo de quedar con uno de ellos.

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