Diario de León
Publicado por
Eugenio González Núñez, escritor
León

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Cuando allá por los años sesenta del pasado siglo, gente pobre, humilde y arruinada, pedía para «casa quemada», mi madre decía, ay hijo, ¡pobres de los pobres!, y yo no lo entendía muy bien y siempre me quedaba con la duda. A medida que han ido pasando los muchos años que hoy tengo, he tenido tiempo para verlo y experimentarlo, no en carne propia, pero sí en carne hermana que, con el paso del tiempo, duele tanto como la propia.

Los sobrevivientes de las luchas de la historia pasada y presente, aunque sean inocentes, si son pobres, son vencidos, perseguidos a la hora de pagar con sufrimientos y destierro culpas ajenas, o abandonados en el momento preciso de una posible liberación. Son, simplemente, dicen otros, hombres sin suerte, porque además de ser pobres —aunque bienaventurados—, son apaleados, maltratados, humillados, carne de cañón de todas las contiendas.

Y es que los pobres, además de ser pobres, conviven inexorablemente con todas las secuelas de la pobreza: inseguridad y miedo, marginación y silencio.

La historia humana está llena de vencedores y vencidos. Los vencedores se lo reparten todo, menos el miedo, el sufrimiento y las lágrimas; los vencidos se lo reparten todo, menos la tierra, la riqueza o un sitio en el último avión que salga apresurado camino de la libertad, por lo que deben despertar en nosotros sentimientos de compasión, cercanía, sean del bando que sean. Nuestra historia patria está llena de vencedores y vencidos. El último tren a Valencia, a Francia, no pudo llevarse, tras la contienda de 1939, a todos los vencidos: enfermos, heridos, mutilados, mujeres, niños, ancianos. Los últimos aviones salidos de Afganistán no pudieron llevarse a todos los pobres del interior —un país de 36 millones de habitantes—, que nunca supieron ni dónde quedaba el aeropuerto de Kabul.

Pobres de Haití, sin casa, sin comida, sin trabajo que, en la esquina de la isla La Española —la niña bonita de Colón—, que parece temblar por capricho y con frecuencia, arruinándoles vida y sueños, dejándoles ya sin esperanza y sin entender cómo en menos de un minuto todo lo material se ha derrumbado, así como muchos valores del espíritu, llevándose consigo años de trabajos y grandes sacrificios. Y cuando en Luisiana la furia del mar, como nuclear peonza de destrucción y muerte, los envuelve, los pobres lloran y se lamentan de la mala suerte que año tras año se repite para tener que iniciar un éxodo pasajero, a lo Noé, pero más funesto, dejando en pedazos el corazón entre la casa, los animales, hasta que las aguas bajen, ofreciendo a su paso muerte, desolación y pobreza.

¿Qué se hicieron el presidente de Kabul, sus ministros, sus valientes generales, los hombres del dinero y los negocios, cuando la mala suerte cayó sobre el país confundiendo a los pobres y cerrándoles la puerta a la esperanza una vez que los «amigos» americanos los dejaron a la buena de Alá? ¿Qué se hicieron una vez más los haitianos con poder, con dinero? ¿Dónde están las fortunas millonarias, el poder de los gobiernos ricos, la conciencia de las iglesias para dejar bajo los escombros el futuro de Haití, un pueblo más pobre que los pobres?

La verdad es que muy poco sabemos del medio oriente y de sus ideas, costumbres, sentimientos, cansancio de que otros vengan a dictarles cómo tienen que vivir. Cada vez que Roma lograba una victoria sobre los bárbaros, el pueblo romano lo celebraba por todo lo alto, olvidando que, con el tiempo, aquellos terribles e incultos bárbaros seguían en sus trece hasta que un día y, de un plumazo, barrieron el poderío, la gloria y los sueños de la invencible Roma. Solo siguieron en pie valores como la lengua, el derecho, y aspectos de la cultura del vencido. ¡Eso no va a ocurrir! Y, ¿si?, sí. me pregunto y me respondo.

A lo largo de mi larga vida, he visto mucha pobreza: en la posguerra española, en El Salvador, en la Guatemala nativa, en la Nicaragua pre revolucionaria, en Hispanoamérica, en Estados Unidos. En ocasiones me he preguntado, ¿Qué se hizo el Dios del cielo, protector de pobres, huérfanos y viudas, enjugador de lágrimas y recompensa de los que en él confían? «¡Por mi casa, no ha pasado tan importante señor!», atestiguó Atahualpa Yupanqui, para preguntarse, «¿Dios cree en mí?» Yo te digo que soy dudante», porque pena sobre pena, hacen que ponga a diario el grito en el cielo y, aunque la duda sea vitanda, porque «el que duda es semejante a la ola del mar, impulsada por el viento y echada de una parte a otra», dudar es humano cuando lo divino se oscurece y se esconde entre los olivos de Getsemaní, donde el aceite se convirtió en salobres y sangrientos goterones de sudor.

Yo lloro con Haití un llanto irreparable, y me solidarizo con los pobres de Afganistán que no han podido salir, y celebro la buena suerte de Nueva Orleans que, aunque tenga la pena del desastre, siempre va a tener el consuelo del abrazo del presidente, y del milagro de la reconstrucción.

No así Haití, reducido a escombros, no así Afganistán donde la tenacidad de la sanguijuela atenaza la lengua y el futuro de mujeres y niñas, devolviéndolas a un medievo inhumano y opresor.

Haitianos, luisianos, afganos, hombres sin tierra, sin hogar, sin escuelas, sin paz y sin trabajo, vencidos de todas las guerras, sufridores de todas las catástrofes habidas y por haber. Carentes de pan y hartos de lágrimas; doblados por los años y las cadenas; visionarios cegados por tinieblas, fraudes y mentiras, y confundidos por falsas o malignas promesas; peregrinos sin báculo, parias de una tierra rica, pero ajena, de una mina lóbrega, de un mar bravío de ciclones; hijos de un desierto de petróleo y de relojes de arena que cuentan día a día los infortunios de vuestras vidas, cuidad que el irrespirable polvazal de guerras y terremotos, o el lodo apestoso de huracanes y tormentas, no entierren vuestros últimos sueños de felicidad.

Caminando un día por la Plaza Mayor de Kansas City, cuyo monumento más importante es una mini Giralda —Sevilla y KC. son ciudades hermanas—, divisé en la esquina a un hombre al que, de espaldas, confundí con mi padre. Lo saludé y correspondió a mi saludo quitándose una boina negra; reparé en su traje de pana negro, vi sus facciones y andares y, después de sentir una cierta emoción, me dije: solo miles de años nos separan de nuestras comunes raíces. La Recent Ancestry Report me lo confirmó tras un estudio elaborado por CRIgenetics. Cara a cara con nuestro milenario y común pasado, me sentí ciudadano del mundo, porque el dolor del mundo me hermanaba con aquel hombre —¡pobre entre los pobres!—, perdido en medio de la multitud, mirando dudoso qué calle tomar.

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