Diario de León

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De vacaciones, en Piedrasecha, tumbado al amparo de una buena sombra, escucho el silencio de la naturaleza mientras siento en la piel el aire de la tormenta que se avecina. Es cierto, la fuga de ideas, alegre, que brotaban al hilo de la tranquilidad, me había impedido captar el tenue manto algodonoso, de nubes oscuras, que comenzaba a brotar por encima de la montaña sagrada, de este bello pueblo.

Sí, se avecina una nueva tormenta viral. Los casos han ido aumentando, lentamente, al principio, pero los brotes exponenciales que nos asedian ahora por doquier, aluden claramente a una situación, fuera de control, aunque las opiniones de nuestros responsables políticos varíen en función de minutos o comunidades.

Ahora bien, ¿hemos extraído consecuencias de lo acaecido que nos ayuden para afrontar lo que se aproxima? ¿Hemos construido alguna herramienta lo suficientemente verosímil para lidiar la antigua situación con un nuevo marco de esperanza?

La mayor parte de las veces nuestro pensamiento es lento y tiende a difuminarse en cosas intranscendentes o banales, pero muy alejadas de la realidad. Sin embargo, los hechos siempre tienen razón, imponen su ley y tarde o temprano nos obligan a despertar de nuestros sueños, exquisitos manjares con los que cebamos nuestra ansia de control y de seguridad imposibles. Y cuando los hechos van mostrando nuestra ciega e ingenua creencia, entonces, en nuestro país, comienza a irrumpir un instrumento muy proclive, como remedo frente al mal: la prohibición. Prohibir se convierte así, en el artefacto clave para todo.

La labor que habría de haberse realizado desde hace meses, entre otras cuestiones, es una política de campaña masiva de la población mediante la realización de PCR, sobre todo en el colectivo de jóvenes y adultos de mediana edad

Si nos atenemos a lo sucedido, las medidas estelares en el supuesto control de la pandemia han sido la improvisación y la prohibición, y luego la idea mágica en toda una serie de disposiciones que venían a sustituir los rituales y creencias religiosas, con las que antaño se trataba de ahuyentar el mal. Pero la prohibición siempre ha estado presente desde el principio ante los ojos atónitos de una población temerosa y tratada de forma infantil. Cuando escucho algún noticiario nunca tengo la impresión de que está dirigido a personas maduras, con capacidad de raciocinio para asumir situaciones y responsabilidades, sino más bien lanzado a una masa insulsa, infantil, con poca capacidad de reflexión, a la que conviene embaucar, bien con falsas promesas o situaciones horribles. En fin, es lo que siempre ha sucedido a lo largo de la historia. Lo único que cambia, en este sentido, es la forma del discurso. De ese modo, si ahora se ha perdido la capacidad de demandar salud mediante rituales, ofrendas o amuletos que protejan de la enfermedad, en este momento, a nivel comunitario, todo ha quedado encorsetado en ceremoniales, pedidos y fetiches de carácter científico. Pero, lo crean o no, su eficacia y efectividad, en el ámbito comunitario, es bastante dudosa, aunque generen cierta tranquilidad social, puesto que dan la impresión de que estamos haciendo algo; del mismo modo que los chamanes de antaño ejercían su función frente a lo que se consideraba morboso.

Estoy completamente de acuerdo en que el lavado de manos, cosa que parece ser que nuestra población, o no realiza bien o no puede ejecutar con facilidad en el ámbito público —puesto que los establecimientos dejan mucho que desear en este sentido respecto a países de nuestro entorno—, y la distancia física, son los baluartes para evitar los múltiples contagios a los que podemos quedar expuestos. Sin embargo, ni la medicalización a ultranza de la sociedad (adopción en el ámbito comunitario de mascarillas, geles o guantes, de múltiples colores y variadas calidades), ni mucho menos el paquete de medidas, bajo el epígrafe de la prohibición y el control que raya con el totalitarismo policial sanitario, son el espejo de lo que se esperaría de tanta fe en la razón, o ¿sí? Pero ¡claro! Ya sabemos que «el diablo cuando no sabe qué hacer espanta las moscas con el rabo». Y algo así debe de estar sucediendo con toda esta serie de actuaciones, que están más del lado de la impotencia y el miedo, que de la supuesta razón científica que tanto se tiende alabar en esta época. Es decir, parecería que, al final, la receta mágica es la de siempre: miedo y prohibición.

Pero no… No se trata de prohibir por el mero hecho de ejercer este goce ancestral que, insisto, es tan sustancial con la manera de hacer política en nuestro país. Se trata de abordar el problema a partir de ciertos hechos que, en este momento, parecen centrar el desarrollo de la nueva tormenta, como eco del primer brote que nos asoló.

Porque el verdadero motor del virus son las transmisiones a través de portadores asintomáticos. Así empezó y así está comenzando a distribuirse nuevamente, aunque las autoridades no lo perciban suficientemente. Pero los portadores asintomáticos hay que buscarlos y no encontrarlos simplemente a partir de los enfermos. Y esto es algo que no se está haciendo. ¿Por qué? Lo desconozco, pero puedo sospecharlo. La labor que habría de haberse realizado desde hace meses, entre otras cuestiones, es una política de campaña masiva de la población mediante la realización de PCR, sobre todo en colectivo de jóvenes y adultos de mediana edad. Con esto podríamos haber ido detectando precozmente a los posibles transmisores y no esperar a que éstos infecten a la población lentamente, como así está sucediendo a la vista de todos. Mientras tanto no cesan de aparecer prohibiciones en la comunidad cada vez más peregrinas, como ahora la del tabaco, que no son más que fruto de la impotencia, la ocurrencia espuria, la precipitación y la falta de ingenio. Por ello no tardando a nuestros responsables sanitarios no les quedará más remedio que prohibir respirar.

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