Diario de León

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Paseo tranquilamente por el Parque de la Chantría cuidadosamente arreglado, ahora que puedo hacerlo de un modo más ligero y despegado de las ataduras ideológicas del pasado, y escucho con cierta preocupación las voces y comentarios acerca de nuestro afamado compatriota Picasso. Un español que supo reinar en el mundo de la cultura, mirando la pintura con esos ojos negros que habrían de hacer surcar un trazo inédito, como jamás nadie había osado imaginar hasta entonces.

Reconozco que hace años, cuando preparaba mi trabajo sobre Salvador Dalí y su cara oculta, también sospeché de que el mito de Picasso, que ha dominado todo el siglo XX, tenía su propio rostro oculto, que todo lo que de él se conocía era simplemente un slogan propagandístico promovido por la izquierda, pero también por la derecha más acérrima, para promover una imagen que sirviera de publicidad a intereses contrapuestos. Para unos, su resistencia al régimen franquista; para otros, la creatividad de los españoles, una vez que la españolidad del célebre autor estaba fuera de toda duda y servía de referencia ante el empuje de la modernidad.

Pero si esto me parecía así, entonces ¿por qué no se había enjuiciado en aquel entonces al personaje de una forma mucho más veraz?

No hay época sin discurso, ni discurso sin su interpretación, modelo de subjetividad y ansías de poder, como ya he manifestado en otras ocasiones. De ahí que, en la actualidad, lo que nuevamente se evidencia en tantas declaraciones acerca, fundamentalmente, de su vida, no sea más que la ideología vertical del momento o las creencias pasionales más pueriles, evitando así confrontarse con el verdadero interés en juego, que no es otro, sino que la obra y el «saber hacer» de un autor frente al malestar de la existencia, a partir de la puesta en juego de sus objetos creativos.

Para qué perder el tiempo en cuestiones epistémicas o metodológicas si lo que se pretende simplemente es denunciar los secretos de alcoba o el marco de la relación con sus mujeres, siguiendo la receta adoctrinadora de género de nuestra época, sin verdaderamente detenerse en descifrar todo eso que se denuncia en relación con una obra de suma vitalidad creativa.

Acerca de este punto conviene diferenciar al hombre del artista y su obra, a pesar de que estos siempre hagan Uno. Es decir, no hay autor y obra que no estén concernidos en el personaje (máscara y espejo), lo sepa el autor o no, una vez que todo producto creativo se nutre de la articulación de vivencias, fantasías y «saber hacer» en juego, en el marco de una época y su discurso.

Sin embargo, nada de esto aparece en los comentarios variopintos que ceban los diferentes medios de comunicación que he podido leer. Lo que se vislumbra una vez más es el simple aleccionamiento en las relaciones humanas, la censura o el lenguaje más discriminador, tal y como ya hemos conocido en otras épocas, aunque ahora en versión ideológica inclusiva, igualatoria y globalizadora.

Pero sobre lo que se debería de reflexionar a la hora de evaluar el acto del artista es acerca de la obra, de su quehacer artístico, y el modo en cómo el creador instrumentaliza sus vivencias mediante una creatividad que se sustenta, por supuesto, en la propia vida.

Y es que la obra de Picasso debe ser entendida como el diario de un artista, tal vez el creador más genuinamente español que hemos tenido en nuestra última etapa convulsa, capaz de mostrar no sólo sus vicisitudes personales sino también nuestras costumbres, miserias, deseos, tragedias o fracasos en nuestra convivencia.

Y es este matiz el que conviene interrogar, a mi modo de ver, a través de sus propias relaciones o desencuentros sexuales, para comprender el «misterio de Picasso» y su hechizo, que no es otro, sino que su confrontación con el enigma de la feminidad y su respuesta particular mediante todas las máscaras posibles.

Ahora bien, Picasso supo hacer arte de todo eso, de diferentes formas y calidades, y murió conociendo que no podía dilucidar el misterio que le había empujado a crear de forma insistente. Como Balzac y su obra maestra desconocida, fracasó y fracasó, intentándolo siempre una vez más, hasta morir «con las botas puestas», como le gusta decir a mi querido amigo Merino.

Por supuesto que puede ser visto en el lenguaje actual como «machista», «ogro», «padre de la horda primitiva» o «español de cuño», sí, y qué. Era el lenguaje y el discurso de la época que le vio nacer. Pero lo que verdaderamente importa a la hora de enjuiciar una obra y su resistencia o no, al paso del tiempo, no es lo que pensara, dijera o hiciera en sus lechos de amor entre bastidores, sino el trazo o los objetos que supo realizar con unos dedos anclados en la tradición pero dirigidos hacia el futuro. Y, en eso, no cabe duda, fue único y singular, y por eso alimentará para siempre las hojas de la historia.

Sí, Picasso abrió las puertas a un nuevo arte porque bebió de las fuentes de la tradición interrogándolas hasta el límite a la vez que hacía estallar la mirada convencional, para crear así un nuevo marco del que todo el mundo se vio influenciado. De ahí la contrariedad popular y el juicio crítico que tuvieron sus «Señoritas de Avignon» al principio. Una resistencia que nos orienta, precisamente, en la buena dirección de lo que debería mostrar toda obra gestada en singular.

Juzguen si quieren, o mejor aún reflexionen, al hombre y sus vivencias a partir de la obra, de su composición y juego del trazo, y procuren no imitar, ni lo uno ni lo otro, dejándose llevar simplemente con la mirada a través de las creaciones, para intentar descubrir en ese juego mágico de manos que observan sus propios dramas personales.

Sólo así podrán intuir lo que no se puede entender porque forma parte del misterio mismo de la condición humana en su anhelo por crear.

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