Diario de León
Publicado por
Pablo Lobato Villagrá
León

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Quizá una de las muchas secuelas que la pandemia por la covid-19 nos está dejando es el anhelo del contacto con la naturaleza. Muchas semanas confinados y muchos meses de movimientos restringidos hacen que ver una garza real en una de las islillas del Bernesga al cruzar el puente de San Marcos sea motivo de nostálgica sonrisa, y nos traiga el recuerdo de los pájaros que oíamos trinar con los pies en las frescas aguas del río hace apenas unos días, en el pueblo.

Este inicio de septiembre vestido de otoño va colgando el cartel de «Fin» a otro verano. Y, como decía aquel aluche que regenta un bar en el cruce de La Vecilla, «no hay verano sin pueblo». Y puede que ese echar en falta la naturaleza en el asfaltado día a día de tantos, y las secuelas económicas que la pandemia está causando, nos hayan devuelto a las vacaciones de la infancia, cuando el verano significaba salir zumbando al pueblo en cuanto hubiera ocasión. Pero ahora que parece que se ha ido el calor, aunque con el cambio climático a ver quién es el guapo que se atreve a afirmarlo, que el curso se reanuda tempranero, y que muchos viejos amigos se reencuentran en la cola de la estación preguntándose «¿Tú también estás en Madrid?», «Aquí no queda casi nadie» o «A ver si la cosa cambia y nos volvemos, porque como aquí...», me pregunto si no le habremos dado la vuelta al dicho y será al revés, y no haya pueblos sin verano.

Suena aterrador, apocalíptico incluso, si me permiten la licencia tremendista, pensar en cómo se ha ido vaciando el medio rural. Cómo se ponen trabas al sector primario, que desde pequeños nos han dicho en el cole que era el de los países pobres, no como el terciario, que es el de los avanzados, y en una página epopéyica enfrentaban a un rebaño de cabras en la sabana con imponentes rascacielos de Manhattan, y que ahora se maltrata hasta el punto de aturdir con normativas y cuotas y ofrecer a cambio un precio de compra por debajo del de producción, escudándose en aquel mantra de «es el mercado, amigo», que popularizó cierto indeseable. O la industria que se nos fue cerrando, como las minas, porque el carbón es cosa del pasado, aunque al Musel sigan llegando cargamentos para alimentar a las cementeras o a las pocas térmicas que quedan, en esa injusta transición ecológica que amenaza con asolar nuestros horizontes con gigantes y molinos, aterradora pesadilla de hidalgo caballero ver que el espejismo se hizo realidad, sin tener ya ni tan siquiera la excusa de que «se fabrican aquí» con la espantada de Vestas hace ya algunos años, o la reducción de personal en LM tras su último ERE. O ver que gran parte de la inversión pública se dedica a las autovías y la alta velocidad que deja de lado a los pueblos, y facilita que de las ciudades pequeñas y medianas podamos marcharnos antes. Porque tras los pueblos, ellas también se van vaciando, convertidas en ciudades balneario a las que soñamos volver si logramos jubilarnos.

La industria que se nos fue cerrando, como las minas, porque el carbón es cosa del pasado, aunque al Musel sigan llegando cargamentos para alimentar a las cementeras o a las pocas térmicas que quedan

Quizá sea hora de hacer algo, bajar el culo y no perderle cara al envite, sacar la maña y tumbarlos. Aprovechar la resaca pandémica para apostar por un teletrabajo que dé alas a elegir vivir dónde somos felices en verano. Y con más gente, junto a los valientes que aún quedan y defienden nuestros pueblos, dejarles sin excusas para cerrar el centro médico, para no abrir la escuela o seguir dejando olvidadas las carreteras. Que no olviden, como suelen hacer, que los derechos de la gente de los pueblos son iguales a los de cualquier ciudadano.

Evitemos que cada invierno se enciendan menos chimeneas, que las casas sean pasto de ortigas y zarzas. Que no haya verano sin pueblo, sí, pero que los pueblos no sean solo para el verano.

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