Diario de León

TRIBUNA | Thanksgiving: la fiesta que los pieles rojas dieron a los colonos ingleses

En aquel crudo y frío invierno de 1621, 50 puritanos y hambrientos colonos ingleses buscaron la hospitalidad de los noventa indios de la tribu Wampanoag. Los indios piel roja, elaboraron una comida fraterna para compartir con los blancos 

Publicado por
Eugenio González Núñez | PH.D. en Teología Pastoral
León

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Aparte de los grandes y majestuosos puentes que cruzan los caudalosos ríos de este inmenso país (Estados Unidos), laboralmente, el único puente festivo que disfruta toda la población norteamericana es la fiesta de Thanksgiving, el Día de Acción de Gracias. Va para cuatro siglos que indios americanos y colonos ingleses extenuados y hambrientos, en una gélida noche de noviembre, se sentaron a la misma mesa, en la histórica colonia de Plymouth Rock, Massachusetts (MA), para compartir una cena fraterna, servida gracias a la generosidad de algunas tribus nativas. Cansados estaban ya los españoles de recorrer, a caballo y a pie, las tierras que hoy forman parte del imperio norteamericano. Llevaban haciéndolo casi la friolera de 130 años, cuando William Bradford  y los peregrinos del  Mayflower  desembarcaron y fundaron la  colonia de Plymouth  Rock en 1620.

Hoy, 400 años después, siguen sentándose —en mesas diferentes—, blancos de clase alta y media que quieren agradecer al cielo la cosecha de dividendos de una economía neocapitalista pujante y vigorosa; nativos que amasan dólares manchados de droga y alcohol apañados en reservas y casinos de mala muerte, donde siguen recluidos, según dicen, por propia voluntad; afroamericanos que siglos atrás llegaron como esclavos de mano gratuita. Migrantes latinos, legales, muchos cómodamente situados, e ilegales pobres que siguen recogiendo las abundantes cosechas de frutales en las grandes plantaciones del centro y sur del país, mientras otros en todo el territorio nacional aceptan los puestos y trabajos que nadie quiere en fábricas y mataderos, restaurantes, limpieza en casas, hospitales y oficinas, cuidado de jardines y céspedes, o construcción, con la zozobra y el miedo de ser descubiertos y deportados.

En aquel crudo y frío invierno de 1621, 50 puritanos y hambrientos colonos ingleses, de los más de cien llegados un año antes en el mítico Mayflower que, huyendo de la horca a manos de una intransigente iglesia anglicana, buscaron la hospitalidad de los noventa indios de la tribu Wampanoag y, a base de pan de maíz, pavo asado, puré de patatas, salsa de arándanos y pastel de calabaza, con abundante surtido de semillas y vegetales, amén de jugo de manzana caliente con especias, los indios piel roja, elaboraron una comida fraterna en tiempos de vacas flacas, pero generosa y solidaria para compartir con los blancos colonos ingleses.

Fue el presidente G. Washington, tras la guerra civil de 1836, quien propuso que la fiesta se celebrara el cuarto jueves de noviembre. Pronto, todas las tribus de hurones, cherokees, sioux, cheyenes, de nuestras lecturas y películas infantiles, hicieron de nuevo causa común y se sentaron con los blancos a la misma mesa, sin prever que —¡incautos de ellos!—, pasado un tiempo, los ‘santos’ colonos ingleses eliminarían a muchos, y a los restantes los expulsarían de sus propias tierras natales.

Ese jueves, el pueblo norteamericano prepara y disfruta una cena familiar. El cabeza de familia, generalmente, el de mayor edad, da gracias al cielo, rodeado de un abanico ecuménico que aglutina protestantes de cien ramas, católicos, ortodoxos y ateos. La cena, a temprana hora —porque no es éste un pueblo trasnochador—, es la misma para todos, y generalmente, todos respetan el menú de esa cena cuasi sagrada. Ese día, todo queda paralizado, restaurantes y fábricas, supermercados y comercios. Tan solo los aviones funcionan, porque es el día que más gente vuela en este país con el deseo de reunirse con la familia.

La moral de esta nación cosmopolita, es la moral del trabajo bien hecho, el deber bien cumplido. El consumismo y la seriedad a la hora de apoyar la economía, amén del compromiso religioso de pagar los impuestos, son pilares muy sólidos en el sistema capitalista. El mundo protestante leyó la Biblia de modo muy distinto a como la leyó el mundo católico; y al castigo de «ganarás el pan con el sudor de tu frente», se opuso el acertado slogan bíblico de serás como un creador para transformar la tierra con tu trabajo, que de este modo le ha dado mayores y más rentables beneficios. Así, de un cierto pasotismo social católico, consistente en «pasar el tiempo», nos hemos ido a «no (mal) gastar el tiempo» cuando el tiempo es oro en el paraíso capitalista.

¡Ni se lo crean!, porque en esta tierra ni están las minas del rey Salomón, ni hay un paraíso para todos —como no estuvieron las islas Salomón que encontró el soñador de Congosto, A. de Mendaña, llenas de oro—. Aquí hay liberales que honestamente apuestan por integrar plenamente a los nuevos indios migrantes que les sacan las castañas del fuego en los trabajos más humildes e infravalorados por los norteamericanos. Aquí hay republicanos conservadores que apuestan porque a esos latinos —que los necesitan, pero que no los quieren—, ni agua hay que darles. Si por algunos de ellos fuera volverían a aniquilar a esos emplumados salvajes de tierras centroamericanas que hoy llegan despojados de todo, y marcados por profundos rasgos mestizos y nombres y apellidos españoles.

El papa Francisco, últimamente tan callado —¿preparará alguna nueva encíclica, estará ocupado en hacer los largos ejercicios espirituales ignacianos, o tal vez, que Dios no lo quiera, haya sido condenado al silencio del profeta?—, ha tenido que venir a recordarnos que «el hombre no es el dueño absoluto de la tierra, sino un simple administrador que ha de cuidarla, protegerla y pasarla a sus sucesores».

Este pueblo bien que lo sabe: cuida su gran tajada de «la casa común» con cariño y esmero, porque en ese cuidado radica la posibilidad de celebrar año tras año un Día de Acción de Gracias fraterno, solidario, en torno a una comida frugal, para recordar que debiera ser alimento simbólico de algo más que unidad, libertad, y fraternidad. Esta cena de productos naturales de la madre Tierra debiera ser la gran oportunidad para pensar en cuidar y proteger a nuestra universal «vaca lechera», amenazada seriamente de muerte, precisamente por quienes más sueñan vivir de ella y en ella, cómodos, sanos y felices.

Es muy conveniente y pedagógico que esa cena sea frugal, propia de «gente en camino», porque este pueblo de comidas rápidas y cortas sobremesas, consumista y algo despilfarrador, debería negarse a hacer las interminables colas delante de los grandes almacenes para atrapar al vuelo los mejores trofeos de un Viernes Negro, generalmente madrugador, frío e insolidario. Pero, un buen norteamericano debe ser siempre, según un sentir común, un buen consumista, receta que nos han enviado y seguimos al pie de la letra muchos países europeos. ¡Compra, compra, aunque no lo necesites!, porque así crece la economía, sin necesidad de cerrar las fábricas, y la urgencia de abrir muchas más para un vender y crecer todavía más imparable.

Este año, celebramos el Día de Acción de Gracias con el presidente Trump a las puertas del banquillo. Espero que a los millones de pobres que viven en este país, les haya sentado bien la cena frugal, y se hayan comprado su galoncito de espumoso zumo de manzana, por si tuvieron que brindar en la emergente y prematura despedida de un nuevo presidente.

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