Diario de León
Publicado por
RAQUEL PALACIO VILA
León

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CÓMO pasan los días, las semanas, los meses. Tan de repente y deprisa que uno se pregunta qué ha sido de esas horas que pesaban y no pasaban, con sus minutos de plomo, recién llegados a la cola de la cola del banco, de la caja del supermercado, del mostrador de la oficina de correos. Sin embargo, pasaron raudas a cierta hora de la verdad. El tiempo, como el dinero y la libertad, como la dignidad y el poder, está repartido de forma muy desigual. Es un derecho humano, y como tal se incumple y se ultraja. Se quita y se da. Se gana y se pierde. Se corrompe y se obvia. Se olvida. Con sus cuatro cuartos, como cuatro son las fases de la luna, encerrados en una esfera blanca como la luna. Redonda. El tiempo se enseña y se aprende. Se domestica. Nos domesticamos a nosotros dentro de su casa, en la que habitamos en calidad de invitados permanentes, gratis, pero a precio de oro. Podemos correr detrás de él, podemos correr delante. Darle la mano y caminar al lado por un camino paralelo al de la prisa y nunca mezclarnos con ella. El Principito que inventó aquel aviador que se llamaba Antoine, se encuentra en su viaje por la Tierra con un vendedor de píldoras que quitan la sed. Intrigado, le pregunta por qué son necesarias, a lo que el vendedor responde que así se ahorran cincuenta y dos minutos a la semana. El Principito concluye que si él tuviera cincuenta y dos minutos en su bolsillo los usaría para irse tranquilamente a buscar un manantial. Y Lewis Carroll, aquel hombre maduro enamorado perdida y enfermizamente de la pequeña Alicia Lidell, escribió para ella una historia en aquel país de las maravillas y otra aventura a través de un espejo. En ambas, un conejo blanco que hoy estaría, seguro, de baja por estrés, corría apresurado, perseguido hasta la locura por el implacable avance de las agujas de su reloj de bolsillo. Tal vez, metáfora venida a la pluma del escritor para exorcizar su propia prisa, su propio ahogo de ser que crece hacia las normas adultas sin haber querido ni entendido despedirse de la esencia que es la vida desde un niño. Siempre es un pequeño regocijo que algún pobre desorientado te pregunte qué hora es cuando estás en medio de la calle del Reloj de Ponferrada. El que más y el que menos, con media sonrisa y un gesto simpático, señala hacia lo alto de la afamada torre del casco antiguo de la capital del Bierzo. Allí, la esfera blanca responde con habla contundente a la pregunta del despistado.

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