Diario de León

MÚSICA PARA SOBREVIVIR

La leonesa que da clases con violines de papel en las favelas

La leonesa Julia Martín Arias impartió clases con violines de papel a los niños de las favelas de Salvador de Bahía

La violonchelista leonesa Julia Martín Arias. CARLOS S. CAMPILLO

La violonchelista leonesa Julia Martín Arias. CARLOS S. CAMPILLO

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ELENA F. GORDÓN | LEÓN
León

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Pasar de la sobriedad, austeridad y moderación de Ginebra al bullicio, improvisación e incertidumbre de las favelas de Salvador de Bahía supone un enorme contraste que la leonesa Julia Martín Arias, de 25 años, vivió en primera persona como una experiencia vital y profesional que le dejó huella. Residente en Suiza, donde ya cursó el ‘Bachelor’ de Violonchelo en Basilea, esta «músico global» -como se define- completa ahora el Master of Arts en pédagogie musicale, orientation rythmique Jaques-Dalcroze en la Haute Ecole de Musique de Ginebra. Dentro del plan de formación que sigue eligió pasar un mes en Brasil para compartir sus conocimientos con alumnos del programa Neojiba que promueve la integración de los más pequeños a través de la práctica musical; un método basado en el sistema de orquestas de Venezuela.

Es un proyecto social al que cualquier familia puede enviar a sus hijos, aunque tienen prioridad los que tienen problemas de diversa índole. Para el perfil multidisciplinar que se requería, sus conocimientos de danza, violonchelo y piano hicieron que fuese una candidata idónea en un grupo de cinco músicos -dos hombres y tres mujeres- que pronto comprobaron el ansia de aprendizaje de los chavales.

«El núcleo de la favela estaba todo protegido y vallado y cada día íbamos a una distinta. Era muy peligroso, íbamos directamente al núcleo, donde están los policías en las verjas impidiendo que pase gente», explica antes de comentar detalles del día a día de una intensa vivencia no exenta de momentos de mucha tensión. A las ocho y medida de la mañana empezaban las clases, a las que no venían todo los días los mismos niños... en alguna ocasión por ajustes de cuentas o asuntos de drogas en los que se habían visto implicados sus padres. A mediodía había una pausa para almorzar y las clases continuaban después hasta las tres y tras una merienda llegaba el tiempo de tocar los instrumentos hasta las cinco o las seis de la tarde. Julia subraya la importancia de las dos pausas porque «a veces el niño no había desayunado y no se sabía lo que iba a comer luego en casa». Alguno, incluso, llegaba a clase con su hermano pequeño, casi un bebé, y pedía ayuda para cuidarlo.

Violines de papel

En un ambiente de gran disciplina, niños de entre cuatro y once años, con conocimientos muy variados de música, mostraban rápidamente confianza y madera de líder; «fue un trabajo muy interesante porque tenían muchas ganas de ser protagonistas y utilizamos eso; intentamos que esa conducta un poco abrasiva pudiera llevarse por otro camino».

Empiezan a familiarizarse con los instrumentos, explica, con violines de papel, luego de plástico, que los fabrican allí, y después, para los alumnos más avanzados y que quieren seguir en el mundo de la música piden subvenciones para comprarles uno auténtico -pianos, por ejemplo, casi no hay-. El método que impartía Julia permitía, por ejemplo, el uso de pelotas para enseñar la sensación rítmica. «Utilizamos mucho el espacio, las aulas no eran muy grandes y la pizarra, fue muy experimental», dice y precisa que se expresaba primero en una especie de «español-brasileño y luego ya en brasileño».

Niños que impactan

Julia resume en un frase el impacto que le produjeron unos pequeños que quieren absorber todo lo que se les muestra. «No creo que me vuelva a encontrar niños con tanta energía y tantas ganas de aprender», reflexiona y recalca que pese a la más que complicada situación social que les rodeaba «era increíble la recepción y la alegría, sobre todo. Había un montón de problemas alrededor y miseria y te daban un montón de abrazos cada vez que aprendían algo nuevo», relata sin omitir el abismo que separa esa actitud con lo que vive día a día en el llamado viejo continente.

«Cuando estás dando clase en Europa es muy difícil que los niños se sorprendan por algo. Allí son más receptivos y activos. Te piden y te quieren aprovechar», detalla y no deja de lamentar que intenten importar métodos ajenos «bastante competitivos cuando no es música de su cultura, no sale de ellos, que tienen una riqueza musical y cultural impresionante, capaces de hacer ritmos mucho más complejos que nosotros».

Siempre recordará la clase que le invitaron a dar a un coro de adolescentes y jóvenes. Aceptó con algo de miedo y a en la entrada del lugar al que tuvo que acudir vio restos de disparos y cristales rotos. Ya dentro, un calor asfixiante invadía «una clase pequeña, con 40 chavales enormes, de entre 16 y 25 años, mirándome y muy cerca de mí. Nunca toqué con tanta tensión», explica.

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