Diario de León

La pesadilla de Vermudo, Almanzor

A pesar de la mella que las guerras hicieron en su reinado, el soberano intentó reconstruir un territorio que nunca dio por perdido, pero la muerte le sorprendió en aquellos momentos

Atravesando parajes como éste, en El Bierzo, le sorprendió la muerte a Vermudo II

Atravesando parajes como éste, en El Bierzo, le sorprendió la muerte a Vermudo II

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C. Santos de la Mota - león
León

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La muestras de fortaleza exhibidas por Vermudo le hacen creer que puede negarse a pagar el presunto tributo o a demorarlo. Pero Almanzor es implacable y, sabiendo humilladas Zamora, León y Astorga, de las que poco queda en pie, dirige sus esfuerzos contra Santiago. El 3 de julio de 997 sale de Córdoba al frente de su terrible caballería, toma la dirección oeste y pasando por Coria llega a Viseo. Allí sigue teniendo fieles portugueses que se le unen y suben sin más problemas hasta Oporto, donde le aguarda la flota con la infantería y el armamento. Los condes del Duero y del Miño, más por miedo que por devoción, también se ponen a su servicio y así vemos al lado de Almanzor a Galindo o a Froila González, a quien recordaremos como el hijo del envenenador del rey Sancho I el Craso, Gonzalo Núñez. Almanzor trató a todos ellos, según dice el Silense «con tal equidad que a veces llegaba a honrarlos y favorecerlos sobre sus mismos correligionarios». Atravesó el Miño por la villa portuguesa de Valadares, muy alejada de la desembocadura del río y por lo tanto bastante localizada en el interior, y desde allí comenzó tomando una dirección oeste arrasando castillos como el de San Pelayo y destruyendo monasterios como el de San Cosme y San Damián. El espía leonés En su marcha destructiva descubrió a un falso leñador leonés que se había introducido en el ejército invasor y que con su labor de espía y la ayuda de otros cómplices, daban cuenta a las posiciones leonesas de los movimientos del enemigo, pero éste desgraciado y todos los que eran susceptibles de haber participado en esa labor de espionaje fueron apresados y degollados al instante. En su camino, Almanzor sembró de ruinas los alrededores de Vigo, persiguió hasta la península de Morrazo a algunos grupos de cristianos y por fin alcanzó la ciudad de Iria, donde fiel a su costumbre la dejó desolada. El 11 de agosto de 997 entró en Compostela. «La ciudad fue destruida, la basílica saqueada, las casas reducidas a escombros y las murallas allanadas», nos cuenta Menéndez Pidal. Mas una prudente superstición o un reflejo íntimo de respeto desconocido en él, no le permitió dar la orden para que sus hordas profanasen la tumba del apóstol. Según Ibn Jaldún «nadie osó molestar a un monje que oraba delante de ella», y que para Menéndez Pidal puede tratarse de san Pedro de Mezonzo, obispo entonces de la cátedra apostólica. Después las turbas continuaron robando y matando hasta llegar a La Coruña y expandirse además por otros lugares practicando el pillaje y dejando rastros de miseria y desolación. León estaba en manos de los condes Gonzalo Vermúdez y García Gómez, a quienes Vermudo II había dejado como responsables de esa desolada ruina que tendría que parecer León después de la apisonadora llamada Almanzor y todos cuantos se rindieron ante él por miedo, y no por otra cosa. Mientras tanto el rey Vermudo, que ya se encontraba en Galicia un 29 de junio confimando un privilegio en favor de San Vicente de Pombeiro, es decir, antes incluso de que Almanzor saliese de Córdoba, el 3 de julio, creyó prudente retirarse una vez más ante tanta avalancha incontenible y tanta estela de desolación. La retirada, por fin También el dictador Almanzor, cansado de no encontrar resistencia y poco en pie se retiró a mediados de agosto, sin intentar siquiera un encuentro con el rey Vermudo II. En cambio la retirada no fue tan victoriosa como la entrada. Lucas de Tuy inspirándose en el Silense nos habla de una «retirada desastrosa», lo que puede contener algo de exageración y también algo de verdad, ya que también los historiadores de la Historia compostelana afirman «que sobrevino una enfermedad que hizo grandes estragos en las huestes musulmanas». Y estas cosas, el pueblo o la parte más superficial de él, las atribuyó a que Santiago había enviado un rápido castigo a los profanadores de su santuario. Pero mientras tanto allí estaba incólume el rey leonés, incólume aunque vacío y desolado, su reino en una desbandada estructural y social, militarmente deshecho y políticamente acercándose a las cenizas. Los años que siguieron a esta última demostración portentosa de Almanzor, es decir, desde el 997 hasta el final de su reinado, Vermudo II debió de pasarlos en Galicia, intentando poner orden en el caos causado por la invasión. El fin de su reinado Quiere sobre todo comenzar la restauración por el templo en el cual él había recibido la consagración real. «En nadie puse mi esperanza -decía en una donación al monasterio de San Lorenzo de Corboeiro-, sino en ti sólo, ¡oh, Dios mío!, que a pesar de mi indignidad, me asistes siempre propicio, me colocaste poderoso en el trono de mis abuelos, y como padre piadoso, me libraste de muchos y temibles rivales», un documento que está fechado en 5 de enero de 999. El 22 de junio de ese mismo año Vermudo II continuaba en Galicia, puesto que ese día ofrece unos siervos a la iglesia de Santiago. Esta concesión y la mediación en el verano entre una contienda que mantenían los obispos de Compostela y de Lugo, fueron probablemente los últimos actos de gobierno. La afirmación del cronista Sampiro coincide con la del hijo de Vermudo II, Alfonso V, que al confirmar una donación de su padre a Compostela, dice: «Lo hago por el remedio de mi alma y la de mi padre, de sagrada memoria, el rey Vermudo, que ya había entregado esos siervos a Santiago para que hiciesen allí su servicio». Asaltado por una grave enfermedad se puso rápidamente en camino hacia la capital regia, o lo que podía quedar de ella. Eran los finales del verano de 999. Pero no volvió a ver su ciudad. Murió un jueves del mes de septiembre de 999, mientras atravesaba el Bierzo y fue enterrado en el monasterio de Villanova. La muerte de Vermudo Sampiro, el cronista que tanto nos ha acompañado y que trabajó de notario en su corte nos dice que murió de muerte natural, mientras que el obispo Pelayo asegura que estaba de tal manera impedido por la gota que debía de ser transportado ignominiosamente a hombros de villanos. Él fue quien acuñó sobre Vermudo el apodo de Podógrico o Gotoso. Para Menéndez Pidal, Vermudo II tuvo la mala suerte de ser combatido en vida por la espada de Almanzor, y en muerte por la pluma iracunda de Pelayo. Sampiro, sin embargo, merece más credibilidad, no sólo porque trabajaba dentro de su corte, sino porque de él y de sus escritos trasciende siempre más equilibrio y serenidad. En él entrevemos más objetividad y por lo tanto mayor grado de imparcialidad. A Pelayo, en cambio, se le nota un cierto rencor¿ por algunas cosas que no van más allá, en ciertos casos concretos, de puras anécdotas. Sampiro se contenta con decir que fue bastante prudente, que confirmó las leyes dictadas por Wamba, que mandó abrir y estudiar la colección canónica (muy importante), que amó la misericordia y el juicio y que procuró reprobar el mal y escoger el bien. La misericordia de un rey Que Vermudo fue misericordioso es evidente cuando vuelve a acoger a los condes rebeldes, que mandó poner en circulación el Fuero Juzgo y los concilios toledanos, está confirmado en documentos que aluden a los sagrados cánones y a las leyes góticas. Pero Pelayo tenía una particular y peculiar aversión por este rey que había vivido siglo y medio antes que él. «Cuando la crónica de Sampiro -nos dice Menéndez Pidal- llegó a sus manos arrancó de ella el párrafo en que se leían estos elogios y en su lugar puso una serie de cuentos tétricos y sanguinarios» Ambas, por muy distintas razones, sí malquerían a Vermudo II y es desde ellas desde donde pudo nacer, sin duda ninguna, la mala fama atribuida al rey y recogida con una cierta exageración de inclinación maligna por el obispo Pelayo de Oviedo, para quien las devastaciones de Almanzor tenían como causa principal los «crímenes» del rey, Vermudo II.

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