Diario de León

De Quevedo a Crémer, una sala recordará a los presos del convento

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Uno de los huéspedes más famosos de San Marcos es, sin duda, Francisco de Quevedo, que fue recluido en un calabozo del convento entre 1639 y 1643. Hay quien dice que un memorial contra el Conde Duque de Olivares, entregado a Felipe IV bajo una servilleta en palacio, fue el detonante del encierro. Su calabozo ya no existe, aunque es tradición identificarlo con una lóbrega estancia de la torre oriental, que haría justicia a parte de sus quejas: «... Fui traído en el rigor del invierno, sin capa y sin camisa, de sesenta y un años, a este Convento Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo de tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo por cabecera, se me han cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad, me las he visto cauterizar con mis manos; tan pobre que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos a espantado a todos». Pero no fue esta la única ocasión en que el edificio cobijó tales sufrimientos. Tres siglos más tarde. durante la Guerra Civil, San Marcos se convirtió en uno de los más horribles y siniestros campos de concentración de prisioneros del franquismo. Fue lugar de reclusión, tortura y muerte para muchos españoles. Hay numerosos testimonios que narran cuál era la vida en el convento, entre ellos el del propio Crémer. Un preso llamado Luis Gamonal Díaz cuenta que los presos eran levantados a las seis de la mañana y eran llevados al patio para que se levaran en el patio artesiano. Mientras tanto, los guardias repartían golpes con vergajos y fusiles «sin respetar edades ni situaciones». Entre las nueve y las diez, se presentaba el cabo de presos y llamaba a maestros, médicos, veterinarios y contables, esto es, a todo aquel que poseía una carrera o tenía una ilustración superior. «Se les dotaba de cubos y escobas con las que habían de barrer y limpiar las dependencias de nuestros carceleros, al mismo tiempo que pasillos y retretes. Si alguno mostraba resistencia, era obligado a hacerlo con las manos». Una de las declaraciones más espeluznantes se refiere a las prácticas que se desarrollaban con los prisioneros en una de las torres de San Marcos. Los presos eran torturados en esta sala, de la que salían tales gritos de angustia que obligaron a la hija del inspector principal, Fortunato F. Corugedo, que trabajaba como mecanógrafa en otra estancia del edificio, a quejarse al capitán del destacamento para que evitara esos martirios.

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