Diario de León

| Reportaje | El respeto a las creencias y a la libertad de expresión |

Budas afganos, Rushdie y Van Gogh, víctimas del fanatismo

Los radicales musulmanes atacan dentro y fuera de los territorios que dominan todo lo que les desagrada y la historia está llena de dramas surgidos de la intransigencia

a una joven República española

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Publicado por
Tucho Calvo - redacción
León

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En 1989, Ruhollah Jomeini (o lo que es lo mismo, el «espíritu o soplo de Alá nacido en Jomein»), el ayatolá Jomeini, ostentaba el poder absoluto en Irán y extendía su intransigencia a todo el mundo dictando una fatua que condenaba a muerte al escritor Salman Rushdie por las ofensas a Mahoma que en su opinión aparecían en la novela «Versos satánicos». Y ya entonces tuvimos el debate que ahora renace sobre el respeto a las creencias y la libertad de expresión a propósito de los dibujos de Mahoma en la prensa danesa. Aquella fatua fue levantada años después y Rushdie sigue vivo a pesar de pender sobre su cabeza todavía las penas de muerte dictadas por otros clérigos. Menos suerte tuvo el director de cine Teo van Gogh, asesinado en noviembre del 2004 por un radical en la apacible Amsterdam, en una Holanda en la que los musulmanes son el 5% de la población. Al parecer consideró que el cineasta había insultado al islam. Quizás en la película en la que contaba el sometimiento que padecen las mujeres en los países musulmanes o en la que estaba preparando sobre el político populista Pym Fortuyn, muerto por disparos dos años antes en plena campaña electoral y también crítico con el islam. La historia de la humanidad está llena de dramas surgidos de la intransigencia de los iluminados de todos los signos, muy especialmente de los que se dicen inspirados por cualquiera de los dioses que pululan por universo adelante. Pero probablemente nunca estuvimos en la situación de respuesta inmediata que la amplificación que prestan los medios de comunicación a estos acontecimientos puede provocar en la actualidad. Porque, además, quizás hacía siglos que non se daba una sensibilidad tan grande ante cuestiones de este tipo. Hoy, en cosa de horas, cualquier intrascendente página de un pequeño diario puede provocar una manifestación de un grupo de gente, de una minoría de la población de una ciudad del otro lado del planeta. Y eso basta para lanzar una bola de nieve que da vueltas y más vueltas al mundo a caballo de la prensa, radio y televisión propiciando que grupos radicales aquí y allá amenacen de muerte a quien se les ocurra y forzando a que primero los líderes más radicales que les son afines y luego los presidentes o jefes de gobierno de medio orbe se pronuncien sobre la cuestión. Las cifras indican con claridad que hay una gran mayoría de los humanos que apuestan por el respeto mutuo compatible con la libertad de expresión, aunque quienes piensan así en el mundo musulmán estén eclipsados por los gritos de los integristas. Éstos, naturalmente, sólo respetan y exigen respeto para lo que defienden, y dentro de los territorios que dominan no valoran las ofensas que sus criterios pueden suponer para otros. Así, los creyentes budistas y los amantes de la cultura padecieron impotentes la destrucción en abril del 2001 de los famosos Budas gigantes de Bamiyán, esculpidos en arenisca durante los siglos III y IV, sin mostrar armas ni amenazas de muerte para nadie. Entonces, ni la entrevista personal de Kofi Annan con el ministro de Asuntos Exteriores talibán, Wakil Ahmad Muttawakil, ni las manifestaciones o demandas de especialistas de todo el mundo -incluso de otros países islámicos- impidieron el disparate con que los mandatarios afganos pretendían «evitar la adoración de ídolos falsos». Así que sólo intereses y manipulaciones coyunturales explican lo que está pasando ahora. Y, como en muchos documentos, deberíamos indicar que nos sometemos a los juzgados locales para valorar la intención de ofensa que pueda existir en los hechos. Porque por estas tierras no está prohibido representar a nadie. No sólo disfrutamos de imágenes de Dios tan extraordinarias como la de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, sino que estamos acostumbrados, en condiciones de serenidad, a no considerar un afrenta parodias tan corrosivas e inteligentes como «La vida de Brian» de los Monty Python (1979) o musicales como «Jesucristo superstar» que dirigió para el cine Norman Jewison en 1973, entre cientos de ejemplos. Nuestro Jesús tiene cantidad de caretos de un montón de actores en el cine y en el teatro. Dios, quizás menos. No por nada, sino porque funciona mejor el misterio en la representación metafórica y, por ejemplo, en «Los diez mandamientos» basta con una luz para obtener la representación adecuada de la divinidad. Por cierto, que algo semejante ocurre con el Mahoma de cine, que también existe. En «Mahoma, el mensajero de dios», del realizador egipcio Moustapha Akkad (producción anglokuwaití de 1976 que protagonizan Anthony Quinn e Irene Papas), nunca se ve al profeta a pesar de las tres horas que dura la película. La importancia de azuzar Semana a semana, desde hace muchos años, las páginas de la revista de humor El jueves nos acercan las historias de un personaje bonachón, divertido y muy humano que se pasea con un triángulo encima de la cabeza. Es el «Dios mío» de J.L. Martín. En muchos casos podrían resultar irreverentes o molestas para algunas personas, pero no hay problema porque no compran la publicación; y las que sí la leen, lejos de sentirse ofendidas perciben la atracción de un ser entrañable y próximo en sus debilidades, un abuelete que se hace querer. El problema está en el modo de mirar las cosas. Para los católicos, advertidos de que es más fácil ver la paja en ojo ajeno que la viga en el propio, la tolerancia debería ser norma. Pero tampoco es siempre así. El respeto mutuo no se mantuvo siempre ni por su lado ni por el de los militantes de una tradición anticlerical española que dicen los especialistas que se remonta a la Edad Media. La Inquisición no admitía chistes. E infi nidade de publicaciones anticlericales dieron sobrados ejemplos de las ganas de azuzar a la Iglesia y a sus representantes. Eso, en condiciones políticas y sociales como las de la Segunda República, contribuyó no poco a que pasara lo que pasó, y que llegara otra etapa en la que tampoco había bromassobre el asunto.

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