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Arrabalescos para una vida pánica

Fernando Arrabal explica su vida y su obra a través de 33 pensamientos que desvelan el genio del escritor. «No fue nada irrealizable… la sorprendente excusa del siempre franco desterrado Luis Buñuel cuando le propuse que subiera a ver a Piccaso (‘demasiado solitario’): «No, no vaya a ser que me muestre sus cuadros».

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CRISTINA FANUL/DIARIO DE LEÓN
León

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Topor respira por todos los poros de Arrabal, lo alimenta y lo posee, lo inspira y lo protege. El amor y la amistad se entrecruzan en sus vidas como una cabra sobre el monte de Venus. Una amistad incondicional, inmensa, sincera, que solo entienden los que han compartido Rumsteak y Four Roses y han tocado juntos la flauta de Pan. Todas las paredes de la casa de Arrabal están habitadas por Topor, convertido en Espíritu Santo. Cuanto más se adentra el morador del destierro en el sinuoso camino de la vida más añora la risa generosa del amigo genial. No hay consuelo en su pérdida, el dolor se acrecienta con la memoria, con la marcha inexorable. Arrabal llora al amigo que siempre reía, que se fue sin despedirse, se funde y se confunde con Topor, lo desea, va a su encuentro toporrabaliano. Larga es la ausencia pero más hondo es el recuerdo. Champagne pour tous! Nunc et semper.

Estas palabras del profesor de la Universidad de Valencia Domingo Pujante sirven como prólogo para aventurarse a través del cuento que Fernando Arrabal brinda hoy a los lectores de Diario de León, una historia mágica, bella y triste que engendra la verdad con la que el dramaturgo ha levantado un monumento literario esencial para comprender la cultura europea de los últimos cien años. Bajo el título El doloroso placer de llorar, Arrabal se coloca como Aquiles en el Hades, echa la vista atrás y contempla las escenas que aparecen ya como espectros del pasado. «Prefiero ser el más pobre y sucio de los campesinos que se revuelcan en los estercoleros sobre la tierra a ser el gran rey Aquiles en este mundo de sombras subterráneas», le dice el héroe al rey Ulises.

Arrabal recorre los espectros de los amigos muertos que, convertidos en historias, en la historia del propio escritor, muestran al lector la levedad de la existencia, la inefable sensación de que la eternidad es un espejismo que el tiempo utiliza para que sigamos adelante: «La pérdida de la inmortalidad fue siempre debida a un detalle absurdo o un error ridículo (¿cuál he cometido yo para que se oculte Topor?).

Pero, como con Fernando Arrabal todo es imprevisible, la entrevista que en un principio se iba a celebrar se convierte en un tesoro, un conjunto de piedras preciosas engarzadas con nombres como Andy Warhol, Picasso, Dalí, Nienmeyer, Basquiat o el propio rey Juan Carlos. Todo es posible cuando el autor de El jardín de las delicias entra en escena. A lo largo de 33 arrabalescos, el dramaturgo realiza un trayecto a través de algunas de las más esenciales escenas de su vida, dejando al lector asomarse a momentos que moldearon la cultura del siglo XX. 

En ellos, Arrabal no se olvida de la madre Mercedes, la monja que le enseñó a leer. Dijo de ella en una ocasión que la religiosa intentaba asegurar a sus párvulos que todo internamente funcionaba según los conocimientos. «Por eso ella quería que fuéramos sabios», recordaba en un artículo publicado en ABC, en el que añadía una frase con la que puede entenderse el espíritu del grupo Pánico: «La madre Mercedes amaba a los pobres y a los perdedores: porque ella no tenía nada y nunca salió victoriosa. No nos hablaba de los santos: para ella seríamos, después de llegar a sabios, Dios». De ella dice en uno de sus arrabalescos: «No fue nada irrealizable… tratar a Jack Kerouac, a Jean-Michel Basquiat, a Tom O’Horgan, a Allen Ginsberg… siguiendo los consejos que me prodigó — sin conocer a ninguno— la inolvidable Madre Mercedes». Es decir, no sería muy desencaminado decir que la monja que mentalizó a Fernando Arrabal y al resto de niños de que en la vida no hay más límites que los que uno quiera ponerse fuera la que inspiró en realidad el movimiento Pánico, creado por él mismo y por Roland Topor.

En otro de ellos se refiere a los escritores que le ayudaron a salir de la cárcel: Beckett Vicente Aleixandre; Elias Canetti;  Camilo José Cela y Octavio Paz y destaca que todos ellos lograron años más tarde el premio Nobel de Literatura.  Y es que la blasfemia ha sido una de las constantes en la vida de Arrabal. Su padre, juzgado por un delito de opinión el 17 de julio de 1936, fue enviado al corredor de la muerte. Años después sería él quien se enfrentaría a la cárcel por cargarse en Dios, en Franco y en todo lo demás y ya en época 'contemporánea' volvió a las trincheras para defender a Houellebeq cuando éste fue acusado de blasfemia. Lo hizo en un libro titulado precisamente así, Houellebecq!

Fernando Arrabal no se acaba nunca. Ahí radica la inmortalidad de un autor que, a pesar de seguir siendo un desconocido en España, tiene ya un lugar en el panteón de la literatura francesa. Puede que al Cervantes le pase con él como con Borges y que escriba otro vacío infamante en los grafitis de su nómina. En cualquier caso, sus obras nunca reinarán sobre un imperio de muertos. Lasca, Milos, Elías Tarsis y Marc Amary, Fando y Lis o, mi preferida, la hospiciana de La hija de King Kong, seguirán alumbrándonos con su estela moral. Yo también digo, si me lo permite el maestro ¡Cuántas cosas me enseñó Arrabal desde que comencé a viajar con él!

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