Diario de León
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nacho abad
León

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En los círculos literarios que frecuenta la gente que quiere escribir, a menudo uno tropieza con personajes solitarios y siniestros, embarazosos. Se parecen todos demasiado entre sí, como si hubieran sido suplantados por un mismo fantasma que les empuja no hacia los libros sino hacia quienes pretenden escribirlos. A mí nunca me interesaron, pero al final acabé conociéndoles porque me los encontraba, me los tropezaba, como te encuentras al profesor de la clase a la que faltaste, si no en el cine, a la salida, si no en un bar, en el siguiente, si no en la sala de espera del hospital, en los urinarios. El primero de todos ellos con el que coincidí fue Charlie Estrella. Nunca supe su verdadero nombre, pero él se hacía llamar así porque ellos siempre usan nombres falsos y pretendidamente poéticos, Sakura Kun, Linda Landa, Charlie Estrella, como si en vez de poetas, fueran usuarios de Tinder. Charlie era bajito y fuerte, como esas personas que han crecido en los pueblos más altos de la montaña. Siempre se le veía solo, pero fanfarroneaba de sus conquistas amorosas: «No cuento nada que luego todo se sabe», decía. «El silencio es una barra libre, pero las palabras hay que pagarlas a escote», le respondía el camarero, y a Charlie le bastaba aquello para soltar su retahíla de fantasías y mentiras, sus palabras gratuitas. Yo, que prefería salir a fumar que escucharle, si me enteré de su vida fue por lo que me contaron amigos comunes: sé que de joven estuvo en una cárcel colombiana por tráfico de droga, que trabajaba vendiendo robots de cocina a puerta caliente, que aún vivía con sus padres en un viejo piso del casco viejo, y que presumía de no haber leído un solo libro en su vida: con ese currículum podía haber ganado el Loewe, pero su cabeza solo le dio para mendigar nuestro aplauso. Una vez, en una buhardilla donde solíamos ir a fumar hachís, durante una sesión de micro abierto, él subió al escenario y leyó un poema. Era un poema muy malo, pueril y simple, como el propio Charlie. Luego le pasó el micro al siguiente, que era un poeta reconocido, con cierto éxito, y que leyó un poema que también era terrible, igual de malo. Entonces entendí cómo funciona este mundo. Ayer Charlie murió de un ataque al corazón. Siento no haber aplaudido tras su lectura.

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