Diario de León

el butano popular

Corazón de tres

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nacho abad
León

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Estaba enfermo. Se me habían helado los huesos. Por debajo de la piel y de la carne sentía cristales de hielo. Tiritaba. En la cabeza las ideas, los recuerdos, las palabras habían declinado en un ruido eléctrico. Además, en aquel cuarto se colaba por las mañanas un viento polar y demoniaco y no se iba hasta la tarde. Una noche, en mitad de una pesadilla, me despertó el teléfono. No lo cogí. Esperé a que saltara el contestador automático y entonces escuché la voz de mi amigo reclamando que atendiera la llamada. Parecía algo urgente. En lugar de obedecer, me cubrí la cara con la almohada hasta que dejé de oírle. Dormí de nuevo pero al rato, como quien encuentra en un sueño las llaves de lo real, me desperté y busqué el contestador para escuchar a mi amigo, y al mirar a mi alrededor me di cuenta de que aquella no era mi casa, sino una cabaña en mitad de un bosque a la que había ido antes de enfermar. Y allí no había teléfono ni contestador, solo maderas desnudas, sillas viejas y frío. Abrí la puerta para salir a la calle a tomar el aire. Pero en lugar de al bosque aquella puerta accedía a otra habitación, un cuarto que no recordaba que estuviera allí, oscuro, sin ventanas, con una bombilla apagada en mitad del techo. Entré hasta dar con el cordón del interruptor y al encender la luz vi que bajo mis pies había una bolsa de papel marrón, manchada por algún líquido oscuro. Olía mal. Una rata muerta, pensé. Una alimaña. Pero al abrir la bolsa, vi un corazón de res que aún sangraba. Pensé que alguien me gastaba una broma insufrible. Cogí la bolsa para tirarla afuera, en los cubos de basura que había junto a la entrada. Pero al volver por la puerta no llegué al salón de donde había venido, sino a un dormitorio que lo había suplantado, con un catre sucio y un escritorio. Sobre el escritorio había una máquina de escribir con un papel en el carro, lleno de tachones hechos a mano. Intenté leer lo que ponía, pero eran unas cuantas palabras indescifrables. Aquel no era mi idioma. Entonces vi que al otro lado de la ventana, en el bosque, había un hombre que miraba fijamente a un mapache herido que se relamía las heridas al sol. El mapache me vio a mí, y no a aquel hombre, y salió corriendo. Y el hombre fue tras él. Y en la bolsa el corazón comenzó a latir.

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