Diario de León

Marginados por su sangre

Los vietnamitas hijos de soldados estadounidenses que lucharon en la guerra de 1964 sufren una situación de rechazo social Los niños ameriasiáticos que quedaron tras la guerra en Vietnam se enfrentan ahora al insulto de sus vecinos por su aspec

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Eric San Juan
León

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Los vietnamitas hijos de soldados estadounidenses que participaron en la Guerra de Vietnam viven 35 años después en la marginalidad, soportando burlas de sus vecinos debido a su aspecto y vetados para los empleos públicos. A Cao Thi My Kieu, una mujer nacida hace 41 años en la localidad de Na Trang, se le sigue escapando algún sollozo cuando recuerda el infierno de su infancia y los insultos que le dedicaban los demás niños.

«Me llamaban my lai (medio americana) o my den (negra americana), se burlaban de mí y tuve que dejar de ir al colegio; por suerte un vecino me enseñó durante unos meses lo justo para aprender a leer y escribir», relata. Esta mujer de piel oscura y pelo rizado, con un corpachón impropio de una asiática y ojos menos rasgados que los de la mayoría de sus compatriotas, vive junto a su marido, Tran Van Thach, y su hija Zao, de 10 años, en una exigua habitación de una barriada humilde de las afueras de Ho Chi Minh, la antigua Saigón. Unos 50.000 niños amerasiáticos se quedaron en Vietnam al finalizar la guerra en 1975, de los cuales 23.000 pudieron emigrar a Estados Unidos gracias a un programa de acogida impulsado por Washington y la ONU en los años 80.

A diferencia de dos de sus hermanos, que hoy viven en EE.UU., Kieu nunca cumplió los requisitos del programa porque carece de documentos que prueben su origen: su madre quemó su partida de nacimiento después del conflicto por miedo a posibles represalias. «Pensó en enterrar los documentos, pero tuvo miedo de que el Gobierno terminara encontrándolos y la castigara, así que terminó quemándolos», cuenta la mujer.

Kieu también fue víctima de la costumbre de algunas familias adineradas, que en los años posteriores a la guerra pagaban a jóvenes amerasiáticos a cambio de que éstos adquirieran su apellido.

Obtuvo un carné de identidad falso con el apellido de su nueva «familia», que esperaba emigrar a Estados Unidos a cuenta suya, pero el consulado americano se dio cuenta de que la documentación era falsa y nunca le dio los permisos.

Al igual que miles de vietnamitas en situación parecida, popularmente conocidos como bui doi (polvo de la vida), Kieu no puede optar a ningún trabajo de funcionaria, pues el régimen comunista le obliga a aportar información sobre sus padres y decir a qué se dedicaban antes de la caída de Saigón, en 1975. Con una formación académica deficiente y discriminada por su aspecto físico, su única salida es vender lotería en una esquina, después de ser rechazada hace poco en un trabajo para fregar platos en un restaurante.

Hijo de un soldado blanco

En situación parecida se encuentra su marido, Thach, hijo de un soldado blanco y también sin papeles que lo acrediten. «Nos conocimos cuando fuimos al Consulado para solicitar la acogida en Estados Unidos. A los dos nos dijeron que no y le dije en broma que siendo así, no sería bueno que termináramos casándonos juntos», rememora sonriente Kieu.

Los rasgos de Thach no son tan reveladores como en su esposa, pues al hombre sólo le asoma algún pelo rubio en el bigote y tiene la piel más clara que otros vietnamitas. Sin embargo, también sufre la incomprensión de sus compatriotas, que le siguen insultando cuando va por la calle, pero reconoce que su situación es mejor que la de los hijos de negros, peor vistos.

«El primer ministro vietnamita prometió hace unos años junto al presidente George W. Bush que buscaría a los amerasiáticos y les ayudaría a ir a Estados Unidos, pero no hacen nada», se lamenta.

Mientras relata sus desventuras, su hija Zao, vestida con un impoluto uniforme escolar, corretea, entra y sale de la habitación y observa la escena con curiosidad.

«Su profesora notó que sus rasgos eran distintos y nos preguntó si era vietnamita. Se lo explicamos y no hubo mayor problema, los niños no se ríen de ella y nadie la mira mal. Tendrá un futuro mejor», afirma Thach.

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