Diario de León

ambrosio franco, ‘ambrosín’

el armani del páramo

cose a sus ropas chapas, abalorios y cuerdas, y alumbra así una moda colorista y posmoderna que viste en las romerías escoltando a su querido pendón de la milla

bruno moreno

bruno moreno

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emilio gAncedo
León

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Será que le quedó dentro a Ambrosín el gusanillo que nace y prolifera tras el polvo de las ferias, bajo el remolque donde tocan los músicos —es larva que se alimenta de los restos de la hogaza encetada en la era y que bebe de los hisopazos del cura—, el caso es que después de recorrer todas las romerías comarcanas con su padre —«¡que llegó el ti Santines !»—, bienvenía la rapazada—, ofreciendo chucherías a lomos de burra, Ambrosio Franco continúa hoy siguiendo los rastros de la zuzaina como perdiguero fiel. Porque es raro que este paisano de La Milla del Páramo se pierda una. Acompaña al pendón local en todas sus salidas, que cada vez son más frecuentes y lejanas desde que los pendonistas de León firmaron alianza y sociedad, y a estos festejos acude ataviado con creaciones sacadas de sus mismos caletres, rústico pero innovador modisto, compañía pintoresca. La gente no cesa de hacerle fotos durante las procesiones —en su caso, desfile sería palabra idónea—, y no falta quien le pida consejo para copiarle el traje. Pero le quita, rápido, la idea de la cabeza: «¡Nada de eso, la patente la tengo yo!». No puede haber dos Ambrosines en este mundo.

Pequeño de cinco hermanos, buenón, de alma franca, nació en una casina humilde donde los únicos bienes eran una vaca, siete ovejas, el gochín y pocas fincas de secano, con alguna que regaban a fuerza de cavar pozos y dar el macho penosas vueltas a la noria. Completaban el escueto patrimonio yendo al trato de sardinas salonas y balacao, y vendiendo avellanas, frutas y caramelos por las fiestas de Bustillo, Villavante, Acebes, Grisuela, Villar y San Martín. «Antes no se salía más que a los pueblos pegando», se explica. Dividían las fincas en trigo y barbecho, y al año siguiente cambiaban, no daba para más aquel terreno florido de cantos. De ahí las alegrías de cuando llegó el regadío y, antes, la alborozada entrada del agua en las casas. Anduvo en las cuadrillas que metieron cañería en otros pueblos y se enorgullece al informar de que en el suyo aquello se hizo por hacendera, según la vieja fórmula leonesa «...nos salió mucho más barato».

Forofo de las Angustias, esa romería de la que echaron a San Pedrín porque sus mozos iban siempre borrachos, trabajó en la construcción e intentó ser emigrante en Suiza («¡era ya tarde y cuando llegué no había trabajo!»), pero lo suyo ha sido el campo y formar pequeño museo donde uno encuentra desde cartillas de racionamiento a yugos de burros, albardas, colección de raíces de chopo con extrañas formas —un Cristo retorcido, raros animales— que Ambrosín pule, talla y pinta, y arbolillos coloristas decorados con nueces y caracoles, dignos del Musac. «¿A qué te recuerda esto?» Y dispara al visitante, en las manos un cacho de vid con todo el aspecto de metralleta. En cuanto a sus atavíos, muestra uno tachonado de chapas y bolitas y otro azul con cuerdas redondeadas cual rosquillas, y visera triple. Otro está hecho por entero de chapas, asombrosa armadura de inmenso peso... ¿Y no te casaste, Ambrosín?

—No he tenido tiempo. ¡Con este trasiego!

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