Diario de León

julián alonso velasco

Entre ovnis y tijeras

De niño vio elefantes bañándose en el Bernesga y de joven fue detenido en la frontera entre Argelia y Marruecos, e interrogado durante horas. Ha viajado por más de 80 países y desarrollado una curiosa telepatía con los ovnis de la que hablará en breve en ‘cuarto milenio’

jesús f. salvadores

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Publicado por
emilio gancedo
León

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Hace cuatro años, el redactor de uno de los equipos del programa Cuarto milenio comentaba que no les iba a quedar más remedio que colocar en León una sede estable o equipo permanente dado el asombroso —e insospechado— imaginario colectivo que aquí encontraban siempre que venían, y el no menos sorprendente paisanaje que los asaltaba a cada paso. Era broma, pero revestía auténtica fascinación. Y la semana pasada regresaron a esta tierra (de nuevo) para grabar a un vecino de la capital, de existencia agitada y bullente, siempre empujado en la vida por una fuerza poderosa que lo obliga a ampliar horizontes, hollar otras tierras y comprender lo que aletea y se escapa. Es Julián Alonso Velasco, y muchos lo conocen por dirigir tijeras talentosas y rápido cepillo en la peluquería de su mismo nombre, aunque quizá no todos sepan de sus fecundos encuentros con los ovnis en los montes leoneses, asunto del que habló en el espacio que la cadena Cuatro emitirá próximamente.

Julián nació al principio de Papalaguinda, en el número 6, cuando era de mucha generosidad llamar paseo a aquello, y ni había muro que contuviese las estrechas aguas del Bernesga, aunque en época de crecidas se ponía torvo y desparramaba por calles y solares, y a la altura del Universal veía soñador el niño Julián cómo bañaban a los elefantes de los circos acampados en la ribera, estampa india en río cazurro, y ahí quizá le naciera el ansia por contemplar exotismos. Tampoco su casa era cualquier cosa. Todos los estraperlistas de Asturias paraban arriba donde Marcela, pensión de vista gorda y humanidad mucha, en años de persecuciones y miedos, y allí se guarecía, pudiera pagar el cuarto o no, el hombre que robaba unas patatas para comer y la mujer —alguna no volvía a pisar la calle— que llegaba buscando aborto secreto con ruda y otras hierbas. En ese maremágnum humano donde merced a una enorme radio y la máxima reverencia se sintonizaban «todas las emisoras extranjeras» y donde nadie preguntaba por el pasado de nadie, se crió nuestro paisano.

De padre, abuelo y bisabuelo barberos, el niño Julián ayudaba «cepillando a los clientes, ayudándoles a ponerse la chaqueta al marchar y diciéndoles ‘que le vaya a usted bien’». Una vida siempre en la calle («¡mucho más libre que la de ahora!») y trasteando por todas partes con bandadas de chavales («lo mejor que tenía aquella vida era que no había televisión»).

En 1952 marcharon para un barrio de San Esteban que aún conservaba canalizaciones romanas y en cuyo viejo cementerio brotaban en primavera las calaveras. A los ocho años su padre, muy religioso, se lo llevaba consigo al asilo de ancianos de la Corredera para que afeitara a muchos de aquellos desheredados. Allí escuchó «casos inauditos», como el de aquel hombre que combatió «en tres guerras, la de Filipinas, la de Cuba y la de África; decía que la segunda había sido la peor, con el miedo constante a que los guajiros le cortaran el cuello por la noche», y se sumergió en la tristeza inmensa de los doblemente pobres de posguerra. A los once entró de lleno en el oficio peluqueril, afrontando una etapa de serio aprendizaje que duró hasta que con veintipocos descubrió el mundo que lo subyugaría durante toda la vida: el de los viajes. A esa edad, y con un amigo, pusieron el dos caballos rumbo a Marruecos y a Argelia sin percatarse de que el primero había sufrido hacía tres semanas un fallido golpe de Estado. En la frontera entre ambos países los retuvo el ejército marroquí y en medio de una puesta en escena casi hollywoodiense «nos interrogó un capitán con intérprete y sesenta militares mirándonos», y entre pregunta y pregunta mediaban «unos silencios de casi diez minutos».

Al final abandonaron la idea de que aquellos jóvenes españoles eran dos arteros espías y el dúo pudo cruzar el paso («luego nos enteramos de que por aquella zona habían ‘desaparecido’ más de 5.000 personas», desvela) para ser recibidos con todo lujo de parabienes por los homólogos argelinos del otro lado de la raya («sólo por habernos detenido los otros ya éramos como héroes para ellos»).

La noche de Balouta

Los viajes continuaron, pero unos pocos años después ya en compañía de su mujer, Chelo, a quien conoció en calidad de clienta de la peluquería, y con ella exploraría una afición que les llevó a conocer más de ochenta países, con vivencias extraordinarias («trece días inolvidables en el desierto de Libia» o el Líbano, «ese país que nadie debería perderse», dice). También se internó en los recovecos de la provincia, y fue en una de esas excursiones, pasando la noche en el monte con su mujer, su hijo y un amigo, cerca de Balouta, cuando dio de bruces con lo ignoto. Era 1977 y Julián se sabía «un agnóstico completo» en el fenómeno ovni, pero esas dos horas bajo una enigmática luz que se les acercó y colocó encima («como jugando con nosotros», declaraba al Diario ese año) lo cambiaron por completo. «Tenía el tamaño de dos autobuses, y llegó un momento que estaba tan cerca que nos deslumbró»). Desde entonces se dedicó a leer sobre el tema, a saber, a desarrollar una cierta onda mental proclive a unos encuentros que continuaron en Burbia, en Odollo, en Omaña... llegando a desarrollar incluso una curiosa telepatía con ellos («les ordenaba que se apagaran, o que aumentaran de luminosidad, y lo hacían»). Todo ello lo confirma su inseparable mujer, quien también llegó a adquirir esa sorprendente habilidad. «Yo sé que están ahí, notas que están viéndote, pero no me atrevo a aventurar quiénes son...».

La vida es así. Rara. La resume Julián: «Un correr y un saber».

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