Diario de León
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Son estas fechas. Ya saben. Las fechas en las que todo se vuelven prisas, y carreras, y las hordas de indecisos abarrotan y saquean las perfumerías, como si Jean-Baptiste Grenouille, la genial creación de Patrick Süskind, se hubiese reencarnado entre nosotros en la figura de un productor de anuncios televisivos. Uno particularmente maligno que implanta en el cerebro de los indecisos y de la gente sin personalidad la idea de que un frasco de agua olorosa vendido a precio de sangre de unicornio es el detalle perfecto para el ser al que amamos y queremos obsequiar. O, por ser más justos y precisos, la persona a la que no nos queda otro remedio que entregar un compromiso envuelto en papel de colores y cintas brillantes. Usted, lector, no es de esos. Si no, no estaría leyendo esta columna, para empezar. Pero en estos tiempos convulsos de Reyes, amigos invisibles y gente desavisada y de miras estrechas, escribo estas líneas como un servicio público, para que pueda usted arrancar la hoja y dejarla convenientemente a la vista de su cuñado, nuera o compañero de trabajo, para que no haya malentendidos. Subraye el título con rotulador fosforescente si lo cree conveniente. Haga fotocopias a voluntad. Tiene mi permiso y el de los responsables de este diario. Ponga una flecha con señalador al siguiente párrafo.

El regalo que quiero que me hagas es un libro. Nada de perfumes, corbatas, bolsos, bufandas, guantes o cualquier otro complemento que entre dentro de tu presupuesto. Un humilde libro, que valdrá menos de 20 euros, casi siempre.

Quien regala un libro lo está regalando todo. Todo el universo, en realidad. El amor, la infidelidad, la violencia, el remordimiento. Los castillos, las metamorfosis, una pipa y una lupa, naves estallando en llamas más allá de Orión. Todo el espectro amplísimo e inabarcable de la experiencia humana cabe en un libro. En realidad, no cabe en ningún otro lugar.

Un perfume se gasta. En el mejor de los casos, un par de gotas duran media hora sobre la piel, y luego nuestra humanidad las devora entre sudores y humos. El ceño fruncido de Hércules Poirot y la carcajada alegre de Robin Hood, resonando entre los árboles, no caducan, no se gastan, no envejecen, y no dejarán de formar parte de nosotros.

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