Diario de León

Marrakech

África empieza aquí

«Érase una vez una plaza donde al atardecer se daban cita todo tipo de buscones de cuatro monedas con las que llenar el estómago y salvar el día»... Así podría empezar uno de los relatos que han colocado a Yamaa al Fna en la lista de «patrimonio cultural inmaterial de la humanidad»

Los encantadores de serpientes son uno de los reclamos más atendidos por los turistas.

Los encantadores de serpientes son uno de los reclamos más atendidos por los turistas.

Publicado por
Javier Otazu
León

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Cuentan que en ese lugar la dinastía marroquí de los saadíes proyectaba erigir una gran mezquita allá por el siglo XVI, pero una epidemia de peste se abatió sobre la ciudad y la llenó de muertos, tanto que los cadáveres se apilaban en esa explanada; con sarcasmo, los marrakechíes dijeron que aquello más bien parecía «la mezquita de los exterminados» («yamaa al fna»), y la plaza se quedó con ese nombre para siempre. Nunca se erigió la mezquita.

En Marrakech dicen que su famosa plaza nunca duerme, ni de noche ni de día, pero conviene visitarla a la caída del sol, cuando el calor afloja sobre la ciudad y comienzan a poblarla una serie de personajes que congregan a su alrededor a decenas de curiosos con sus buenas o malas artes.

A esa hora, justo después del canto del almuédano, el aire se carga con el humo procedente de los pequeños braseros donde se asan las brochetas o las marmitas donde se cuecen los caracoles, y los grupos de música gnawa animan el ambiente con los crótalos y las darbukas y las cuerdas del guembri, una guitarra que trae un inequívoco aire a ritmos africanos.

Y allí acuden los encantadores de serpientes, las tatuadoras de henna, las videntes, los verdaderos o falsos imanes que prodigan amuletos, los aguadores disfrazados como en una postal antigua, los herboristas con remedios para lo posible y lo imposible, los vendedores de cachivaches, los travestis que bailan desganados y los feriantes que retan al público a probar su fuerza o su destreza en mil y un trucos tan viejos como la humanidad.

La plaza es gratuita, sobre todo deambular de un corro a otro, pero no hay que olvidar que todos los que actúan en ese escenario callejero viven de su arte y todos esperan al menos unas monedas por prodigar sus habilidades: en realidad, incluso sacar una fotografía al personal se paga, como se paga (¡y cuánto!) envolverse el cuello con una serpiente amaestrada, que a veces, y esto no lo sabe casi nadie, conserva todo su veneno y tiene la infeliz idea de matar a su maestro de una picadura.

El tiempo en la plaza parece detenido: no conviene visitarla con prisas, sino dejarse embriagar por el maremágnum de olores, colores y sonidos, entrar en un corro y pasar al siguiente, mezclarse con el público de todas las edades y olvidarse del reloj, aunque no de la cartera.

Los más de cinco millones de turistas que cada año visitan Marrakech también llegan atraídos por el imán de la plaza, entran y salen de los corros, admirados o perplejos, pero no han cambiado en lo fundamental el carácter abigarrado y sudoroso de un lugar que ha sabido adaptarse al paso de los siglos.

LA MAGIA DE LA PALABRA ORAL

Decía el difunto Juan Goytisolo que la plaza tiene una esencia democrática porque en ella se difuminan las diferencias sociales o de raza y todos comparten en gozosa promiscuidad un momento y un espacio que no tiene parangón en otro lugar de Marruecos, tal vez porque se parece más a la plaza de un mercado del África negra.

Pero si hubo algo en la plaza que enamoró a Goytisolo fue la «halca», el cuentacuentos, la tradición medieval aún presente en la que un único narrador encandila al público con una historia en la que no falta la fantasía, el humor ni la sorpresa.

«Solo una ciudad mantiene hoy el privilegio de abrigar el extinto patrimonio oral de la humanidad, tildado despectivamente por muchos de «tercermundista». Me refiero a Marrakech y a la plaza de Xemaa al Fná, junto a la cual, a intervalos, desde hace veinte años gozosamente escribo, medineo y vivo». Son palabras de Goytisolo en «De la Ceca a la Meca», escrita en 1997 y que contiene uno de los muchos homenajes escritos que el escritor dedicó a la plaza.

La magia de la palabra oral que tanto cautivó a Goytisolo ya es hoy casi una reliquia, porque no quedan casi «halaiqis» o cuentistas capaces de mantener en vilo a un auditorio con la sola herramienta de su voz durante quince o veinte minutos. Ese arte milenario, transmitido antaño de padres a hijos, se está quedando sin especialistas.

Mohamed Al Bariz, que tuvo a Goytisolo entre sus admiradores, es uno de los últimos juglares de la halca. Uno de sus últimos cuentos más celebrados es el de «los hombres cigüeñas»:

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