Diario de León

Yeguas hacia la Babia de Oriente

Si esta crónica hubiese sido escrita hace sesenta años, pudiera comenzar así: «La Cabrera, tierra de desbrave del magisterio bisoño y del presbiterado doncel ...» Sin embargo, al curioso que narra lo mandaron allende el meridiano de Soria, casi en tierras de Aragón, y esta crónica debe comenzar con otro principio: «La Rioja Baja, tierra huertana y serrana, tierra de vid y de almendro, de pera y de robellón, tierra casi en tierra de Aragón ...»

yeguas en un prado

Imagen de las yeguas en su camino hacia La RiojaMARCIANO PÉREZ

Publicado por
Juan García Ferrero
León

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El curioso cayó por la Rioja Baja el segundo miércoles de septiembre. Iba ignorante que iba en pos de los pasos de su paisano Ordoño el segundo, que con los Banu Qasi tuvo más que palabras. El curioso, al otro día, se topó con una agente forestal en una gasolinera. Falto de referencias, le preguntó adónde podía echar a andar el domingo las piernas. La agente lo encaminó al hayedo de Santiago, en Monte Real, el bosque de hayas más meridional de Europa. El curioso no es muy crédulo de lemas y distinciones, pero fue.

El curioso, cuando aún llaneaba, se topó con un semejante de parecida índole y edad, afanado en dar con una yegua navarra con aguadura. El curioso y su semejante, Rubén Muro Larriba, aunque cada uno al rato tiró a lo suyo, hablaron y se hicieron amigos. (El caballo burguete o navarro comparte padre e historia con el hispanobretón. La madre es indígena: la jaca navarra. El burguete es de menor hechura, más chaparro que el hispanobretón, pero igualmente propenso a la honestidad y a la paz.)

Algunos domingos después —el cuarto de Adviento— su semejante lo llama pasadas las ocho desde Logroño.

—¿Qué vida? Si vienes a bajar las yeguas, a las nueve y media en el cruce.

El curioso no ve por qué habría de fingir un interés moderado. El curioso se ducha sin esperar por el agua caliente, cancela no muy cortésmente una cita clandestina —hay una epidemia—, rasca el parabrisas y sale yasa arriba.

El curioso, que, a fuerza de disgustos, va conociendo las trochas del monte, acorta por la carretera de la cantera a la que le sacaron la piedra como si le sacaran los untos. El curioso, que anda en hora y es de natural contemplativo, contempla cuando llega a lo alto estepares y desbrozos, bancales y despoblados, el San Lorenzo y el Moncayo, el cielo sereno y azul que pronto arrojará el primer nevazo. A esta parte de la provincia (o comunidad autónoma o territorio) la llaman por lo bajo la Alpujarra riojana. Al curioso le hace gracia que a una comarca ajena y rica le digan «la Rioja alavesa» y a una propia y desheredada, «la Alpujarra riojana». El curioso, si viese la viga en su ojo, notaría que a la Cabrera, de la que escribió en tentativa, se dio en llamarla «las Hurdes leonesas» hace ya un siglo.

Distraído en sus frágiles pensamientos, el curioso sólo repara en el brigadista cuando le ha caído encima, ventanilla con ventanilla, y se sabe sin escapatoria. El brigadista no es sino un ser social que pide ejercitar su habla. El brigadista se llama Amador y tiene un aire hospitalario, complaciente y enamoradizo. Amador, cuando conoce la procedencia del curioso, no sabe cómo agasajarle: le cuenta que hizo la mili en el regimiento de artillería de campaña número once, Vicálvaro, y que lo llevaron a hacer maniobras con fuego real al Teleno; le asegura que tiene una tía de Altobar de la Encomienda que apellida «Pisabarro» de primero y de segundo; le promete que nunca ha comido mejor que un día que pasó por Puebla de Lillo.

A las nueve y cuarto, el curioso está al quite en el cruce. A Rubén lo acompañan su padre (Emeterio) y su madre (Puy). Su madre es cocinera, su padre tiene estanco. El curioso parece que sabe a quién pegarse, pero sólo es que tiene suerte. Lacierva en Cameros es el pueblo de Emeterio, del linaje de los Muro, mitad carteros, mitad tratantes. Las yeguas de los Muro pacen las laderas de Lacierva todos los veranos desde que terminó el diluvio, año arriba, año abajo. El caserío de Lacierva apenas se destaca sobre la sierra, más bien parece una excrecencia de la sierra, como un absceso al que no vale la pena darle importancia. Acaso por no ser recinto murado —en sentido militar— lo guardan tres burros de mirar torcido y tranco montaraz que no molestan a quien no quiere. Bien es cierto que hay abriles que nace algún muleto, pero el desahogo redunda en la armonía vecinal.

—Si la yegua es primeriza, hasta le hace bien. La abre. La prepara.

El curioso no dice ni que sí ni que no. El curioso, en asuntos de mulas, se encomienda a la doctitud de su maestro Eufrasio, con cátedra en el Círculo Católico de Lerma, según se mira al parador, a la derecha.

Mientras los padres abren la casa, hacen lumbre y bajan el avío, el hijo le enseña al curioso Lacierva de cabo a rabo. Antes de que haya salido el café, están de vuelta. Los hombres lo beben con pastas y aguardiente. Los tres dejan a Puy a cargo del almuerzo y van a reunir las yeguas.

La cabaña de los Muro se reparte en dos puntas: el harén de Insurrecto (porque se «aperrilla», o sea: se encabrita o se enarbola) y el harén de Sansón.

La primera parada, en el camino a la dehesa de Nido Cuervo, es en el corral que unos ganaderos y otros usan según necesidad. Quince chotos a la espera de embarque son los huéspedes. Por precaución, porque la cohabitación puede causar disgustos más tarde, Emeterio manda encerrarlos en la nave. Emeterio manda aprestar unas cancillas para sacar una manga hasta donde el camión que cargará las yeguas pueda acularse. Emeterio, que, lejos de lo que pudiese parecer, no es hombre de ordeno y mando, se siente en la obligación de dar alguna explicación: Los chotos son de uno de Matamorosa, provincia de Santander, que tiene una pierna más corta que la otra, lo que le ayuda a faldear. El de Matamorosa, que no tenía afición, pidió el otro año entrar en el coto. Los socios viejos le preguntaron retóricamente: «¿está casado usted en el Camero Viejo?». Después recapacitaron e hicieron excepción.

—La tuberculosis lo trae aburrido. Tampoco tira mucho.

Padre, hijo y curioso siguen subiendo con la Land Rover. Quizá sólo por el ruido del motor, las yeguas comparecen de inmediato. Sesenta cascos hacen retumbar la dehesa.

—Las insurrectas están.

La cabaña de los Muro se reparte en dos puntas: el harén de Insurrecto (porque se «aperrilla», o sea: se encabrita o se enarbola) y el harén de Sansón. Insurrecto es castaño, Sansón, alazán pelo de vaca. Insurrecto es joven, a Sansón le quedan tres cartuchos. Insurrecto bufa, Sansón muerde. Insurrecto y Sansón saben convivir: cada cual atiende cumplidamente a su lote y no codicia el de su prójimo. Entre las Insurrectas se cuentan la Golondrina, que no come pan: hay que civilizarla con avena; la Vico, que no coge cría, pero tampoco se atreven a desahuciarla; la Piluca, que mea a intención, si es posible, sobre mojón, desagüe o canadiense; la Silva, que tira al monte, pero da unos calostros que tumban y la Bizca, de bizcocho, no de bisoja, que, para bien o para mal, no tiene ninguna particularidad.

Los sementales llevan semanas en el pasto de invernada, en la ribera norte del Ebro, a pan comer, engrasando la crinera y libres del desgaste a que los empuja su instinto genésico. Los potros de primavera llevan igualmente semanas en un cebadero de la Gironda.

—Es lo bueno de los franceses —afirma Rubén—: que no tienen prejuicios. Les mismo comen novilla que caballo.

El curioso, cuando oye alivios de esta clase, se fuerza a medir su francofilia. El curioso, que para muchas cosas es un despegado, se duele de que habiendo exportado garañones a las caballerizas reales de media Europa, España, con navarros —y oscenses y leridanos— a la cabeza, tuviera que reservar sus hembras para recreo del forastero. Al curioso, que para otras muchas cosas es un místico, le desencanta que los franceses sean tan tenderos como los que más cuando se trata de l’éntrecôte de cheval.

Al pie del único eólico que tributa al tesoro de Lacierva (el parque lo componen más de treinta, pero, cosas de la vida, se asientan sobre otros términos) se encuentra el pilón, al que por aquí dicen el «aska». Las yeguas ciñen el aska y beben y se importunan y se lavan los belfos.

—Así cierran filas si oirían el lobo.

—Del rebosadero del aska nace un regajo que denuncia una cenefa verdecida ladera abajo.

Al aska se arriman a beber, amén de la fauna sin papeles, las chamaritas del Comecrudo. Las chamaritas del Comecrudo están guardadas por dos mastines leoneses. Uno se llama Ponce, el otro, Pizarro. El Comecrudo, se ufana, no pagó ni un duro por ellos.

La chamarita ... El curioso no debe abusar del léxico que por la novedad lo ciega. Minutos después, una procesión regresa: al frente, Emeterio, con la Land Rover; a continuación, y a pie, Rubén, con un saco de pan vacío como reclamo; a continuación, la compañía de yeguas; finalmente, el curioso, que en nada tiene que emplearse y que va echando alguna foto. Con las yeguas en el corral, los tres vuelven al cruce de Lacierva a aguardar al transportista. Hablan con él por teléfono: dice estar saliendo de Grávalos.

—Eso es que no se ha levantado de la cama.

No poco rato después, se oye la fatiga del camión remontando la pista del robredo. Cuando asoma, rotulado en la visera, el curioso lee: «Seneca».

—No «Séneca», cuidado. En mi pueblo no somos de acentos.

El almuerzo en La Rioja es cosa larga y devota. Hay «caldo» —una sopa en toda regla—, huevos fritos con picadillo, torreznos, costilla frita, jamón, embutido, vino, naranjas, más café, mazapanes de Soto, whisky y puros para Seneca, que, en agradecimiento, narra punto por punto su último porte. Se lo contrataron tres hermanos de las Tierras Altas, ricos, honrados y muy buena gente.

—Cuando voy allí, igual que aquí: no saben dónde ponerme.

Seneca da una de cal y otra de arena: uno de los hermanos, es cierto, mató a su mujer de un escopetazo. Luego trató de unir su destino con el de ella, pero erró el tiro y lo único que consiguió fue prepararse un buen «desangradero».

—Lo mandaron a la cárcel, cumplió y en paz.

Seneca traslada la mano izquierda desde el alto vientre, por donde se supone que pinga la sangre y se derrumban las entrañas, a la nuca:

—Entre la mujer, las hermanas de la mujer y la madre de la mujer lo tenían al pobre a-co-go-ta-di-to.

Con los tres hermanos de las Tierras Altas, Seneca fue a buscar un semental hispanobretón de la parte de «Villalvino».

—Qué montañas en tu tierra, chico.

Apuraron el trato hasta después de cenar, pero volvieron a Soria con el caballo. Seneca se esfuerza por desenterrar sus recuerdos de León: dice que, entre los tratantes, respetó al Curro de La Bañeza, le hizo portes a los Andarines y conoció a un tercero que surtió de caballos de picar a La Maestranza. Seneca almuerza de firme porque la verdad es que anda un poco a la que salta. A veces se lo rifan, a veces se pudre jugando a la subasta. También porque desayuna una copa de coñac y, a lo más, una fruta de temporada: una pera, unos higos, un cacho melón. A Seneca que se extinga la serrana negra o el caballo losino ni le va ni le viene. A Seneca lo que lo trae a maltraer...

—A servidor lo que le jode es que están desapareciendo las copas de balón y nadie dice ni pío.

Seneca, que es un escarmentado, no espera nada del poder público: lleva en la cabina, envuelta en una gamuza, su propia copa de balón, obsequio de doña Vicenta Pérez-Aradros y Pérez-Sevilla, su suegra.

—No es marquesa, no te pienses.

El curioso no se pensaba. El curioso, el primer día que pasó lista, se quedó sin resuello. El curioso, que es otro escarmentado, ahora se sienta: Martínez-Losa Gil de Gómez, Irati; Martínez-Losa Ruiz de la Torre, Damián; etc., etc. Por indicación de su semejante, el curioso hace binomio con Seneca el resto del día. Seneca le franquea la puerta del conductor: por la que le corresponde trataron de robarle hace unos días y está inservible. Lo que más hubieran robado hubieran sido cajas de puros, llenas, semillenas y vacías. Seneca le regala al curioso la que más le gusta para llevar las tizas. Seneca avanza con pies de plomo, sorteando argayos, socavones, árboles caídos de los que nadie ha hecho leña. El curioso, zarandeado por los tropezones del camión, entontecido por humo que se remansa, dulcificado por el calor que alienta ..., ¡casi se duerme! Un automovilista que atisba por el retrovisor, un automovilista que se cree usurpado y que no se aguanta, lo despierta.

Emeterio, que sabe dónde cede el terreno y dónde está sano, dice cómo tiene que colocarse el camión; Rubén y el curioso montan la manga; las yeguas embarcan con docilidad, hasta podría escribirse que con cortesanía.

Si bien los animales apenas se mueven en la caja, el retorno por la pista es aún más lento, pero no faltará tabaco ni conversación. Seneca le habla al curioso del frío que ha pelado de madrugada esperando a dejar animales en el matadero de Burgos («ahora los camiones tienen calefacción, nada que ver, una puta suite, si te da la gana, puedes dormir como tu madre te parió»); de que es más seguro cargar bravo que manso porque uno no se confía; de que hoy pides un vaso de vino para comer en cualquier mesón de carretera y los otros camioneros te miran y te señalan como a un criminal, etc.

Para trazar las dos rotondas de Arnedo (el mejor zapato de España) casi precisan del concurso de un práctico. Una patinadora, sobre la mediatriz de la circunvalación, los saluda con los dos brazos. Seneca la corresponde a bocinazo limpio. La patinadora está un poco demacrada y un poco aterecida, pero tiene unas caderas muy dibujadas, muy señoras. Si comiera...

En la carretera que va al Alhama, Seneca le habla de un muy amigo suyo, vinatero (la próxima escribir vinicultor, vinatero es poco) que nació de pie, tiene privanza con un torero muy fajado y lo pierden los caballos y los galgos.

—Si alguna vez lo conoces, dile que eres amigo mío. No sabrá dónde ponerte.

El vinicultor ganó doce mil euros el domingo anterior, delante de su muy amigo Seneca, mediando en una transacción de ciento cincuenta mil litros de vino manchego con destino al puerto de Bilbao mientras esperaban a que les sacaran el almuerzo. Así y todo protestó porque se le quedó frío.

—Es feo de cojones, pero tiene una hembra que quita el hipo. Mexicana.

El descargue de las yeguas es en un almendral abandonado. Los catalanes vienen al níscalo y los menos tornan al muérdago. El níscalo atrae al gentilhombre; el muérdago, al hampón y al proscrito. La Benemérita unas veces se hace la tonta, otras, lo incauta. Al menos tal sostiene el señor Eguizábal, micólogo de nombre y académico de número, que también dice: «La Rioja es la gran desconocida de los riojanos». O con más ambición: «España es la gran desconocida de los españoles». Un gordo en mangas de camisa merodea por el almendral. El gordo —el curioso nunca llegó a enterarse de su nombre— es el pedáneo del pueblo propietario del monte de invierno. El gordo tiene una funeraria y dicen que muy buena mano con los clientes (esto el curioso no llegó a comprenderlo cabalmente). La buena mano es extensiva para con el ternasco y el rostrizo, que, Rubén jura, prepara mejor que su madre, que ya es jurar. El gordo no se da importancia:

—El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

El gordo, mientras ayuda a escoltar las yeguas que avanzan hacia el acotado, habla a los cuatro vientos de furtivos amateurs, de rehaleros despiadados y de un alcalde-senador («suena mejor que conde-duque») que empezó con la escopeta por electoralismo y que ahora no acierta a conjugar tirana pasión con el corpus doctrinal del partido.

—Tira regular tirando a mal, pero va hecho un paquete.

La Golondrina, la Bizco y las demás empiezan caminando con cautela, olisquean el nuevo suelo, catan la nueva yerba. Después levantan la cara, ventean, flehmenan. Al último, al trote y a una, traspasan la portilla y se pierden entre las carrascas. El curioso, porque el gordo no piense que es mudo, dice:

—En mi país le decimos «sardón».

Con la conciencia tranquila de las gentes que duermen de un golpe, todos se despiden de todos como buenos hermanos. Seneca se ofrece a poner al curioso en la carretera, después tendrá que buscarse la vida. Seneca ignoraba que al que hasta aquí fue su fiel escudero lo está esperando una profesora de clásicas que no se cree que ande metido en estos líos de yangüeses. Seneca le da un cachete y le guiña un ojo.

—Que vaya bien, amante.

La Isasa se recorta en majestad contra el cielo de poniente.

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